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domingo,
10 de
julio de
2005 |
Terror en Londres. La nueva ola de atentados reflotó el debate sobre cómo responder al terrorismo islámico
La tentación letal de los partidarios de la retirada
Pablo Díaz de Brito / La Capital
¿Qué hacer después de Londres? El partido de la retirada propone lo de siempre: salir de Irak y Afganistán a toda velocidad. Detrás de esta propuesta, improntada en la larga tradición del "appeasement", subyace una falacia. Muy esquemáticamente: si "Occidente" deja de agredir a los pueblos árabes e islámicos, la Yijad internacional desaparecerá por sí sola, ya que es producto y síntoma de esa presunta agresión.
Esta visión "prende" fuerte a nivel popular en los países subdesarrollados, bajo la forma de un discurso de café del tipo "se lo tienen merecido, si ellos asesinan mil veces más inocentes en Irak". De esta forma se termina simplificando tanto al complejísimo mosaico que es el mundo árabe e islámico como a las distintas intervenciones occidentales en la región.
Por ejemplo, no es válido equiparar la presencia militar internacional en Afganistán a la intervención en Irak. La operación en Afganistán recibió el apoyo de una comunidad de naciones, la de la Otán, ante una agresión armada a gran escala contra uno de sus miembros como fue el mega-atentado del 11-S. Pero además la acción multinacional contra los talibanes, protectores de Al Qaeda, estuvo cubierta por el Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas. Por eso en Afganistán hay tropas alemanas y las hubo francesas, dentro de la misión ISAF.
Por otra parte, el partido del "appeasement" y de "Estados Unidos, siempre tienen la culpa", olvida un dato clave: hasta pocos meses antes del 11 de septiembre de 2001 en Washington gobernó por 8 años Bill Clinton, impulsor decidido de políticas de seducción. El silogismo "ellos-atacan-porque-EEUU-lo-hizo-antes" no funciona en la historia de la política exterior norteamericana de los 90. Al contrario, hay fuertes evidencias para pensar que la política "blanda" del presidente demócrata dio bríos a los hombres de Osama. Es sabida la conclusión a la que llegó el jefe de Al Qaeda ante la retirada que ordenó Clinton de sus tropas en Somalia en 1994, luego de sufrir la pérdida de 20 soldados. El jeque, que tenía gente en primera línea en aquel conflicto, comentó que se sorprendió por la "cobardía" norteamericana y que esto lo impulsó a llevar las acciones a un nivel más ambicioso. Una escalada que pasó por los ataques a las embajadas norteamericanas en Africa occidental y se coronó con el 11-S.
Si no se quiere hablar de guerra al terrorismo ni de choque de civilizaciones, algo posiblemente inteligente en términos diplomáticos, sí se deben marcar con toda claridad las evidentes falencias de los países islámicos. Señalaba esta semana el columnista el New York Times Thomas L. Friedman, un profundo conocedor del mundo árabe, que ningún clérigo musulmán ha emitido hasta hoy una fatwa contra Bin Laden.
Es claro que Osama recibe en la "calle árabe" y musulmana una simpatía difusa. En la enorme mayoría de los casos parece que se trata de un sentimiento futbolero, pero es evidente que en otros se pasa a una adhesión militante al proyecto qaedista.
Por lo demás, aunque sea políticamente muy incorrecto, es histórica y doctrinariamente erróneo disociar totalmente al islam de cualquier acción violenta, como se ha vuelto a hacer luego de los atentados de Londres. Los yijadistas no son unos locos delirantes que traicionan al islam: cuentan con el apoyo y el background de numerosos clérigos, de bajo, medio y alto rango. Y estos recuerdan que Mahoma fue, en tanto que profeta de la nueva religión, un consquistador militar. Y ordenó a sus seguidores someter a la única religión verdadera a todos los hombres, por las buenas o por las malas. El proyecto qaedista no es más que la actualización de ese mandato profético. Occidente dejó de ser cristiano integrista con la modernización iluminista que es, en lo fundamental, un proceso de profunda secularización. Este proceso falló en el mundo islámico, sea porque se presentó con las vestimentas de regímenes corruptos e impopulares, sea porque la religión estaba demasiado arraigada en estas sociedades.
Por esto, la retirada a toda marcha de las tropas de Irak y Afganistán que se propone sería interpretada -correctamente- por Bin Laden y sus muchos lugartenientes e imitadores como una derrota del impío Occidente. Al igual que la salida apresurada de Somalia decidida por Clinton, tendría un efecto opuesto al que se propagandiza.
De vuelta a la pregunta inicial, entonces. ¿Qué hacer? La única solución a la vista es una política común de las grandes democracias, decidida y clara, pero con varios carriles. En ella no pueden faltar ni una diplomacia de sostén a los sectores musulmanes modernos y democráticos ni la acción militar y de inteligencia en un teatro de operaciones global, definitivamente no lineal.
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