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| martes,
28 de
junio de
2005 |
Reflexiones
Revolución y religión
Jorge Levit / La Capital
"No hicimos la revolución para terminar en una democracia". El electo presidente iraní Mahmud Ahmadinejad definió así con toda claridad el norte de su gobierno y encendió en todo el mundo la luz roja de emergencia. Ganó las elecciones en segunda vuelta en un proceso político plagado de irregularidades donde sólo unos pocos candidatos fueron autorizados a postularse, ya que la mayoría fue impugnada por un antojadizo tribunal electoral. Ahmadinejad es el alcalde de Teherán y tiene un pensamiento ultraconservador que terminará con las limitadas reformas y apertura del actual presidente, cuyo delfín, el moderado Akbar Rafsanjani, fue derrotado por amplio margen.
Desde la revolución de 1979, que derrocó al gobierno autocrático del sha Reza Pahlevi, el férreo régimen islámico impuesto por el ayatololá Khomeini fue encontrando lentamente alguna resistencia y reclamo de cambios en las nuevas generaciones. Fue por eso que el giro hacia la ortodoxia religiosa de los iraníes causó no poca sorpresa, ya que se esperaba la confirmación, mediante el voto, del camino hacia la apertura a Occidente y la laxitud de la disciplina religiosa en el Estado.
Si con el actual gobierno iraní, propulsor de moderados cambios, el enfrentamiento con Estados Unidos y Europa por el desarrollo nuclear ya era importante, la posición que adopte el futuro presidente será decisiva para poder predecir un nuevo conflicto internacional de gran magnitud. Irán es sospechado en todo el mundo de financiar a grupos terroristas, de enriquecer uranio no para generar electricidad sino para contar con poder nuclear y de tener ambiciones de expandir su Estado confesional más allá de sus fronteras.
Algunos países árabes de la región también ven con preocupación el regreso de Irán a los ideales de la revolución porque, pese a que comparten la misma religión, el régimen de Teherán siempre se ha caracterizado por interpretar con notable exacerbación aquellos fundamentos más fanáticos del credo. Los iraníes, que son musulmanes persas y no árabes, se enfrentaron con Irak en una guerra que duró ocho años (1980/88) y que causó un millón o más de muertos. El verdadero motivo de esa contienda fue la disputa de un territorio con riqueza petrolera y el temor de Saddam Hussein (ayudado en ese entonces con armamento de Estados Unidos) a un avance confesional en su país a través del apoyo iraní a la minoría shiita iraquí. El resultado fue el de siempre: muerte y miseria en ambos lados del golfo Pérsico, minorías reprimidas y gaseadas con gas mostaza e inestabilidad política, que desembocaron en la invasión iraquí a Kuwait en 1990 y las posteriores intervenciones anglosajonas en Afganistán en 2002 y en Irak en 2003.
El regreso iraní a un estadio más primitivo de la civilización, como en definitiva lo son todas las religiones, alarma a vecinos y a extranjeros con intereses en la región, sobre toda a las multinacionales del petróleo. El mandatario electo ya prometió que intervendrá en el negocio del crudo para que su comercialización sea más transparente. Si ello significa una intervención del Estado para que Irán maneje la explotación de crudo sería una línea de acción no conservadora sino progresista. Los iraníes deben sacar beneficio de sus riquezas y no un puñado de empresas multinacionales. Pero si los recursos que se obtengan por exportar barriles de crudo se utilizan para conseguir armas nucleares, financiar actividades terroristas o consolidar un Estado confesional, el frente de conflicto interno y externo no demorará mucho en asomar. Los países árabes de la zona, Israel, la Unión Europea y Estados Unidos no tolerarán que Irán se convierta en potencia nuclear. Menos aún que un proclamado guardián de la revolución fundamentalista tenga misiles con cabezas nucleares con un rango de proyección de miles de kilómetros. Esto desataría una carrera armamentista en toda la zona que pondría en peligro a buena parte del planeta.
Los iraníes votaron por alguien que garantice el respeto severo a la religión. Los norteamericanos reeligieron a Bush, los ingleses a Blair y los australianos a Howard, protagonistas de la aventura para sacarle a Saddam las armas de destrucción masiva que nunca aparecieron.
En Alemania los conservadores volverán al poder, en Italia se mantiene Berlusconi y en Francia el socialismo está resquebrajado. La Unión Europea tambalea por primera vez en décadas, Turquía ni siquiera reconoce el genocidio armenio de 1915 y su ingreso a Europa es más que difícil. Bin Laden sigue oculto en alguna parte de Pakistán o Afganistán y en Irak hay un promedio de 30 muertes diarias.
En Medio Oriente, Israel tiene problemas para controlar a los fanáticos religiosos con pensamiento medieval que no quieren devolver un centímetro de suelo a los palestinos, y éstos para desarmar a las milicias terroristas que "envuelven" a niños con bombas y les prometen convertirlos en mártires si se explotan junto a la mayor cantidad posible de israelíes.
El siglo XXI no ha comenzado en un ambiente de distensión pese a todos los pronósticos que se hicieron a mediados de la década del 90. Y en este marco, los Estados que inmovilizan el pensamiento y la razón a través del fanatismo religioso -de cualquier confesión- o apelan a nacionalismos recalcitrantes, representan una llama encendida en medio de la hoguera en que puede convertirse el planeta.
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