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 sábado, 21 de mayo de 2005  
Análisis. La inversión en la universidad argentina
Hacia un financiamiento sostenido de la educación superior
En la Argentina, el presupuesto educativo global representa menos del 4 por ciento de lo producido

Matías Loja

La universidad pública nacional es atravesada por una serie de cuestiones que, pese a algunos esbozos de cambios implementados recientemente, arrastra desde hace varios años. Algunas son de raigambre social, vinculadas a desigualdades en el acceso y permanencia en las aulas, en donde la educación superior no hace más que reflejar las inequidades que pueblan el conjunto de la sociedad, aunque no por ello debe abstraerse de encontrarles solución. Otras, de índole académicas, propias del sistema educativo, como las referidas a la articulación, movilidad de los estudiantes y acreditación, por poner algunos ejemplos.

Existen también asuntos vinculados con la pertinencia social de la enseñanza superior, debate eminentemente político que cuestiona a la universidad pública en general como estrategia de desarrollo del país (tales las palabras del ministro Filmus al poco tiempo de asumir) o como escalón del ascenso y realización individual.

Y precisamente sobre esta última disyuntiva, obviada por algunos sectores por considerarla ideológica -lo cual es por sí todo un posicionamiento-, hay un elemento de sustancial relevancia vinculado con el sostenimiento económico del sistema, punto que se ha convertido en uno de los principales reclamos de los docentes y estudiantes que bregan porque la universidad no sea relegada del debate acerca de la ley de financiamiento que se discute actualmente en el Ministerio de Educación Nacional.

Algunos datos sirven para demostrar el retraso en el que se encuentra el Estado en esta área: según un informe elaborado por el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), que agrupa a los rectores de las 37 casas de altos estudios nacionales, en base a datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (Ocde), Argentina invierte por estudiante universitario cerca de 480 dólares anuales, muy por debajo de los valores de otros países de la región, como Brasil (U$S 11.946), Chile (U$S 7.483), Paraguay (U$S 4.012) y Uruguay (U$S 2.057).

Asimismo, si se tiene en cuenta que casi un 95 por ciento del presupuesto de las casas del país es utilizado en materia salarial de docentes y no docentes (con ingresos que desde ya también están depreciados), poco queda para "repartir" entre gastos de funcionamiento, investigación, extensión, mejoras edilicias (problema mayúsculo que sufren muchas facultades de la UNR) y en servicios de bienestar estudiantil, como becas, pasantías y residencias.

De esta forma, las notables diferencias entre las necesidades del área y lo que se destina en la práctica para su subsistencia saltan a la vista. De hecho, cuando a fines del año pasado se discutían los fondos para el 2005, los rectores plantearon que para poder funcionar de manera medianamente adecuada, el presupuesto universitario nacional debía rondar los 3.600 millones de pesos, casi 1.300 por encima de lo que finalmente obtuvieron.


Alternativas y compromisos
Si bien es cierto que el sostenimiento universitario corre en Argentina por cuenta del Estado, la actual ley de educación superior faculta a los consejos superiores de las universidades a imponer aranceles a los estudios de grado, punto que fue repudiado recientemente por el propio secretario de Políticas Universitarias, Juan Carlos Pugliese, quien manifestó su postura de derogar dicho artículo.

Sin embargo, la alternativa del arancel que rige en algunas universidades del país, como en las de Tres de Febrero, La Matanza y Villa María, se torna en una obstáculo más, junto con las restricciones en el ingreso, para la inclusión social de una franja importante de la población que, si hoy difícilmente acceden a un estudio superior, mayor será el impedimento con el cobro de una tasa mensual.

De esta manera, el arancelamiento se transforma en un mero instrumento recaudador que, lejos de modificar las diferencias sociales, las profundiza, permitiendo entrar a la universidad sólo a quien pueda pagarla, echando así por tierra el postulado de la educación como un servicio público.

Otro de los puntos sensibles del financiamiento educativo es el vinculado con su inversión en relación al Producto Bruto Interno (PBI), en donde también se hace notoria una marcada diferencia con la de otros países. Así, mientras en Argentina el presupuesto educativo global representa menos del 4 por ciento de lo producido (pese al compromiso incumplido por la ley federal de educación de llegar a los 6 puntos para 1998), la Nación destina a enseñanza superior sólo un 0,47 por ciento de su PBI, mientras que en Uruguay alcanza a ser del 0,60.

Sin embargo, los recursos destinados no sólo son insuficientes, sino que en muchos casos llegan a través de partidas que el ministerio nacional distribuye (durante años como favores políticos a universidades "amigas"), en base a determinadas pautas que, según la opinión de los propios actores de las facultades, terminan imponiendo, de manera conciente o inconciente, una lógica asignación en la cual las casas, ahogadas presupuestariamente, se pelean por ingresar a estos programas, algunos de los cuales, como el Fondo para el Mejoramiento de la Calidad Universitaria (Fomec), parten de dineros provenientes de organismos internacionales como el Banco Mundial, institución crediticia de discutibles conceptos acerca de los estándares de calidad y eficiencia en el funcionamiento universitario.

De esta manera, la trama de fondo del financiamiento de la educación superior, en apariencia de índole meramente económico, es por el contrario de naturaleza sociopolítico, en donde confluyen las necesidades de las mayorías, y la respuesta que en distintos niveles debe darle la universidad, con la emergencia de un norte claro en donde el conocimiento sea la palanca de transformación social.
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