| domingo, 19 de diciembre de 2004 | Rosario desconocida: Memoria de los mercados José Mario Bonacci (*) La acepción de la palabra en que se basa el tema dice que "mercado es el sitio público destinado permanentemente o en días determinados para vender, comprar o permutar cosas o mercaderías". Todas las ciudades de la antigüedad tenían sus mercados y las grandes ciudades contemporáneas los mantienen. Son un fuerte factor de identidad, prestan su color, hacen nacer un clima especial en sus alrededores y marcan a fuego un punto determinado.
"El Rastro", en Madrid; "Les Halles", en París, escenario de "Irma la Dulce", película actuada por Shirley Mac Laine y Jack Lemmon, demolido en los 60; el mercado de Punta Carretas en Montevideo, donde aún hoy puede encontrarse a Eduardo Galeano y conversar con él en mañanas de sábados; Botafogo en Río de Janeiro, donde se come muy bien y el visitante vive momentos de ilusión y placer observando rostros y gentes varias; o el mercado central en Santiago de Chile, que cobija en su interior a varios restaurantes mezclados con estibas de bolsas, cajones y comestibles exhibidos en un ámbito intenso, lleno de murmullos, voces, risas y presencias.
Rosario también los tuvo y los perdió de un día para el otro inexplicablemente, restando puntos de intencionada ebullición. Estaban destinados en un alto porcentaje de puestos a la venta de comestibles en general, carnes rojas, pescados, verdulerías, bebidas y todo lo que tuviera que ver con el goce de la buena mesa.
El centro de la ciudad cobijó a dos de especial presencia. El Mercado Norte estaba ubicado en el sitio que hoy ocupa la plaza de la Cooperación con el impresionante mural de Ernesto Che Guevara, en la esquina de Mitre y Tucumán (noreste) y sus derivaciones por esta última (sur) y por el pasaje Zavala (norte). Cuando cayó arrastrado por la piqueta, nunca se supo entre otras cosas cuál fue el destino de sus portones de acceso enrejados de gran factura.
Mercado Central El mayor fue sin duda el Mercado Central que ocupaba media manzana, con 113 metros por San Martín y Barón de Mauá y 64 metros por San Luis y San Juan. Su cuerpo construido podría haber estado instalado en París con toda dignidad. La ciclópea arquitectura rematada con cúpulas deprimidas, las ventanas de su piso alto con oficinas municipales y cuatro ingresos con esculturas en los centros de cuadra, le daban una presencia majestuosa, siendo un fuerte hito de la ciudad caracterizada en esos tiempos por la profusión de toldos blancos en cada negocio como protección contra el sol.
Los personajes y "calidades de toda laya" en la zona, exigiría un espacio inusual para describirlos junto a sus presencias y actitudes de variantes infinitas. Los negocios que estaban en su periferia tenían acceso por las calles circundantes, y en el interior los puestos se agrupaban de a cuatro con pasillos de circulación para el público.
El clima variaba en la cortada Barón de Mauá donde se instalaban en las veredas vendedores no fijos que ofrecían pájaros, canillas y elementos sanitarios usados, monedas antiguas, afiladores, maníes, empanadas, maíz pororó y los clásicos "barquitos" que según la suerte del consumidor premiaban por igual precio con una, dos o tres piezas comestibles, establecidas por la ruleta sobre la tapa del carrito de almacenaje.
Envueltos en el bullicio de tranvías que circulaban por las calles perimetrales, se sumaba un número notable de changarines, canillitas, mateos, barrenderos y demás. El olor característico era una rara mezcla producida por presencia nutrida de carros y caballos, restos de frutas y verduras caídas en las descargas, y el aroma de pizzerías y bares ubicados en el edificio. Uno de ellos, famoso por el tamaño de sus sandwhiches, fue el café y bar La Cantábrica, escenario elegido por Ada Donato para ubicar la presencia de Tango, entrañable personaje de "El olor de la gente", nacido de la inventiva de esta amiga que completó toda su novelística haciéndola latir en el ambiente urbano de esta ciudad.
Tabaquerías y farmacias Otras presencias construidas memorables de aquel lugar fueron los cines "Monumental" (antiguo), en San Luis y San Martín, y "Belgrano", en esta última y San Juan (noreste). "El Gigante", de Echeverría y Morcillo, la ferretería más grande de aquellos tiempos, estaba por San Martín frente al mercado. Hoy existe allí una galería comercial y todavía se recuerda la gran escultura central que hacía mención a su nombre. También había tiendas, tabaquerías, peluquerías, joyerías, mueblerías y farmacias.
En San Juan y San Martín (sureste) estuvo la tienda "A la ciudad de Roma". Hacia los años 40 fue remodelada en su fachada, cobijando a la "Casa Muñoz" y hoy es la sede de "Aguas Argentinas". La cuadra de San Juan tenía algunos restaurantes, cafés y billares. En Barón de Mauá 36, hacia los 40 ya existía el hotel La Paz. Por San Luis se contabilizaban otros restaurantes, zapaterías, negocios varios y la casa de cambio Bonsignore, en la esquina con San Martín, que subsiste con otra denominación.
El mercado nació en 1904 y fue derrumbado en 1960, dando lugar en principio a una plaza. En 1978 se inauguró allí el centro de prensa de Rosario para el Mundial de Fútbol y luego al Centro Cultural Bernardino Rivadavia, luego remodelado y que exhibe sus características actuales insertado en el ámbito de la plaza que homenajea a Santiago Montenegro, fundador de Rosario, según estudios de Alberto Montes, Oscar Mongsfeld, Wladimir Mikielievich, Marta Frutos de Prieto y otros.
Estos recuerdos del Mercado Central que amábamos visitar en tardes de llovizna al salir del inolvidable Liceo Avellaneda, nuestra escuela secundaria en la primera mitad de los 50, fueron enriquecidos en parte con memorias de Wladimir Mikielievich y Héctor Nicolás Zinny, dos ciudadanos ilustres.
Aunque ya no eche sombra sobre el suelo, el Mercado no ha muerto del todo, porque vive en la memoria afectiva de la ciudad como lugar capaz de producir cien universos distintos en una misma construcción, hoy absolutamente desconocidos por quienes tengan menos de treinta años.
Siempre quedará la duda si semejante arquitectura hubiera podido ser restaurada, revivificada y volcada al uso colectivo con algunas otras utilidades, pero desgraciadamente eso pertenece a las suposiciones e ideas ya irrealizables.
De todas maneras, al visitar el paseo público siempre se oirán los sonidos de aquel mundo tan especial, sus olores característicos, vibrarán voces ofreciendo sus artículos, o se sacudirá el pavimento con gritos emocionados escapados de aquellas matinés de domingos en el inolvidable cine "Belgrano". Cosas que la ciudad guardará para siempre en el arcón de las herencias, fortaleciendo sus latidos.
(*)Arquitecto
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