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 domingo, 19 de diciembre de 2004  
Lecturas
Con ojos de extranjero

Matías Piccolo

"Hobbies de hotel" de Lisandro González. Poesía. Ediciones en danza, Buenos Aires, 2004, 91 páginas, $ 12.

Esta grácil impresión: como si la escritura del poeta fuese un fantasma, el libro "Hobbies de hotel" trabaja de aparato que captura su ectoplasma. En el papel de sus hojas funcionan las placas que graban los retazos apacibles de unos versos, pinceladas sueltas aquí y allá sobre el blanco de las hojas, a veces templando el cúmulo de alguna estrofa. Los poemas se presentan en unas pocas líneas, mínimas pero suficientes para figurar la huella de ese espectro que, bien podría imaginarse, mora en un hotel.

Sugerir entonces, al principio, esta señalización para ingresar al juego que propone la puesta en escena del poemario. En esa habitación de alquiler el poeta funda su base y se entrega a los hobbies que afloran entre tales paredes: uno de ellos es -siempre el cuarto cuenta con este servicio, verdadero hobby de hotel- mirar televisión ("ven la belleza del campo/ de la ciudad/ y la del alma/ así/ sucesivamente/ cambiando de canales"); y el otro, claro, es prepararse para el paseo, deambular y transitar la condición del viajante, el que está de paso y observa con ojos de extranjero. Y hay allí una estrategia para lograr la alucinación poética desmarcándose de la mecánica rutinaria: percibir la propia ciudad como si fuese otra, mudarse a un hotel y dejarse desmantelar por las pequeñas ceremonias del pasajero. Ir enflaqueciendo en ese rol hasta ya no ser más que una lámina sutil en donde se plasman las acuarelas que trasuda ese limbo poético comprendido, tal vez, en un cambiante cielo de atardecer ("las cintas de tristeza/ que elige el cielo"). Se mueve este fantasma en esa hora en la que el crepúsculo puede hacer de alba, en donde anida la estrellada noche y el tiempo se tiñe de una tardanza que permite el ensueño, la contemplación y el descanso. Allí vaga su escritura espectral, dejando la estela del periplo por la ciudad, porque hay un espacio urbano que se enciende tenuemente, tatuajes transparentes de veredas y esquinas: "partes de la ciudad/ donde el agua del tiempo/ pesa diferente".

La forma y la tarea. Así, a través de una puntuación casi desvanecida, Lisandro González logra dar con la forja de una región poética que se halla apenas corriéndose de la tundra cotidiana. La ausencia de mayúsculas y punto desmantela el dominio de la frase y permite la danza extendida de las palabras, la proyección de un espacio poroso, lleno de intersticios, en donde irá emergiendo la sensación de que la malla ordenadora de las percepciones no se desarma sino que se dilata dando lugar a una ventana anónima y epifánica que ha estado siempre allí, esperando al peregrino que por fin accede a ella. La clave está en dejarse embriagar por la brisa que llega y por esa inclinación, desreglada pero familiar, que propone el marco. Un acomodarse de otro modo, girar un poco, ingresar en la fuga de un punto de vista que pareciera no haber sido construido, sino que ha estado siempre allí, esperando que, incluso al azar, como resbalando, el paseante lo descubra.

La fragua de los poemas contempla precisamente esto, el descubrimiento de un estado poético latente, autónomo, que desafía al escritor en su cacería sintáctica, en el prodigio condensatorio de croquizarlo en tres palabras. Efectivamente, delatarles el orden poético, ignorado, a las cosas: "en los armarios yace lo apacible/ la cintura de una palabra/ ese olor, que no se sabía poesía". La reflexión se encontrará en "Sólo tierra mojada", el noveno libro, o subtítulo, de los diez que componen el volumen total de los poemas. Ser el vínculo entre lo poético y la lectura, esa es la particularidad, la especificidad del poeta, su casi función de restaurador y mago, de marchand y curador. Del comercio elegante que haga con las gemas que ha descubierto emergerá la sintonía y la gracia que la poesía brinda cuando logra vestirse y presentarse. Este menester: "desde una orilla/ alguien arroja palabras/ sólo llegan algunas/ en desorden y empapadas/ tus manos tratan/ de revivirlas".

Cuadros. La poesía, la vida, los amantes, las lunas, los paisajes, criaturas perfumadas, "Hobbies de hotel" materializa estos temas en escenas desgranadas de una película todavía rodándose, con personajes esporádicamente iluminados, con voces fugaces que dibujan un vaivén sonoro y se alejan o descansan como la última gota del vino en una copa. Cuadros que van surgiendo amablemente a medida que se recorren los poemas y estampan su imagen en la retina inconsciente del que transita la ciudad galería. Es que allí surge el efecto de ingresar en la fantasmagoría de la ciudad hotelada: el hotel es el cuartel de esa pálida energía que sale a las calles a contemplar y a no ser vista. Y en eso la ciudad, la otra, la diaria, semanal y deslucida, ahora, al igual que el cuerpo que ingresa al hotel, en su evanescencia se vuelve cuadros, jirones de imágenes ocultas, lejanas, ajenas y universales, pero pobladas por los gestos del aroma íntimo de la referencia: "se detiene en un bar/ en calle mitre y el infinito".

Superponer a la ciudad su alteridad poética en el trance del hobby de hotel, hace que el mundo converja en ella y desate el pequeño universo quimérico en donde "el cangrejo arrastra en su espalda/ el mar, el ancho mar/ y tararea". Quedarán, por el placer de reproducir algunos, los cuadros del retrato de una mujer "en la pequeña manera/ de correr las cortinas", el momento en que los seres del tiempo "dejan sus ojos delicados en tazas azules/ y meten los dedos en las cuencas luminosas".

La propuesta comunicativa de esta poética es sensual y amistosa, sin pretensiones léxicas ni significados pontificantes, sin arrebatos mayores del intelecto, apostando a sensorialidades como sentimientos, derramándose sobre la lectura cual una tarde franca y melancólica.
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Lisandro González, poeta y explorador.

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