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 domingo, 19 de diciembre de 2004  
Un paisaje oscuro: los chicos de la calle

Carlos Duclós / La Capital

El ser humano es una criatura con maravillosas virtudes que atesora defectos. Esta frivolidad posmoderna, este consumismo exacerbado, este culto por el éxito decididamente mal entendido y peor adorado en donde el Dios es una marca o una cuenta y la paz el placer; este trueque insensato de las cosas apresadas por una globalización en donde la victoria de unos hace alardes sobre la tristeza de otros es un fabuloso caldo donde se gestan y crecen tantas aberraciones. Una de ellas, por ejemplo, ese acostumbramiento de nuestros ojos al paisaje de las sombras. Viene a mi memoria aquel poema que Justo Padrón, el autor español, que escribe a propósito de ese último tramo del camino por el que anda el ser humano y que suele caracterizarse por una apatía o indiferencia por las cosas que suceden en su propia vida o a su alrededor: "Casi sin advertirlo perdemos los contornos,/la distancia es difusa, la realidad desciende/hasta llegar al sótano de una vida apartada,/y allí quedamos presos en nuestra sola sombra".

Y sí, casi sin advertirlo perdemos los contornos, casi sin advertirlo nuestros ojos se acostumbran al paisaje de las sombras, es decir a ese paisaje ante el que jamás uno debió permanecer indiferente, pero que termina aceptando a fuerza de que se nos fue imponiendo. Debe reconocerse, que Rosario es una ciudad hermosa, debe reconocerse que, más allá de errores, sus autoridades han puesto empeño en hacerla crecer y brillar, aunque a veces tal empeño haya sido más intenso en las formas que en el fondo. Debe reconocerse, sobre todo, que Rosario tiene gente maravillosa, instituciones que en silencio trabajan cada día para borrar ese paisaje oscuro y para que los ojos de los rosarinos no se terminen acostumbrando a él. Sin embargo, y aun con tanto esfuerzo, el paisaje sigue allí, impávido, al acecho, devastador. Una parte de este paisaje que duele es el de los chicos de la calle. Cada día que pasa en Rosario hay más chicos que mendigan, más chicos desamparados y expuestos desde temprana edad no sólo a las vicisitudes de la calle sino a las fauces del delito que más tarde o más temprano los devorará. En cada esquina, en cada bar, en cada rincón de Rosario retumba una frase acuñada en el molde del abandono: "Me da una monedita". Se multiplican cada día las caras y estas palabras aun cuando las noticias, ciertas o engañosas, nos hablan de una prosperidad, de un renacimiento que tal vez exista, sí, en algún sector social, pero no en la vida de estos seres en los que el resentimiento va creciendo a medida que se mueren sus sueños. Una primera pregunta ante el problema sería: ¿Qué ha hecho, qué hace, la Policía de Menores para preservar y no para reprimir a estos pequeños seres? ¿Qué están haciendo los jueces de menores de Rosario? Pero esta no es la pregunta trascendente a la hora de afrontar la problemática. La Policía de Menores, si aún existe, debe estar reducida a cuidar a menores delincuentes privados de su libertad y los jueces de menores de Rosario son un caso aparte. Ellos merecerían un homenaje de la ciudadanía por afrontar como pueden y con lo poco que tienen a un gigante que avanza sin piedad y arrasando todo a su paso: el desamparo infantil. Asombrosamente, increíblemente, por obra y gracia de un poder político inepto e indiferente, sólo existen en la ciudad de Rosario y sobreviven como pueden tres juzgados de Menores a cargo de tres magistrados, Cartelle, Zaldarriaga y Artigas, que con más pasión y vocación que con recursos tratan de mitigar una realidad apabullante. La pregunta, la gran pregunta es: ¿Qué ha hecho, qué hace y qué hará el poder político ante una realidad angustiante? Para el pretérito y para el presente la respuesta es nada, para el futuro es mejor no perder las esperanzas.

Cuando advertimos el problema de los chicos de la calle, cuando algunos ojos salen de la costumbre y observan el paisaje oscuro suele escucharse esta frase: "Estos son los delincuentes de mañana". Y entonces el drama se advierte como un problema que padecerá la sociedad que está (¿salvada?). Es cierto que muchos de estos pequeños seres, en los que el rencor se expande, se recibirán de delincuentes y engrosarán un problema social que ya se padece, pero a este paisaje oscuro, el de los chicos de la calle, no hay que advertirlo por las consecuencias para la sociedad salvada, sino por lo perverso y doloroso que resulta abandonar a tantos seres.
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