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 domingo, 22 de agosto de 2004

Nota de tapa. Mirando al sur
Barrio Tablada: el refugio de la memoria del trabajo
El proyecto fue hacer un lugar marginal, dedicado a los desechos y los excluidos. Pero el trabajo delos vecinos la convirtió en una de las zonas más pujantes de la ciudad. Aqui se recuerda parte de esa historia

Silvia Simonassi y Silvia Gergolet (*)

Tabladas eran los sitios en donde se instalaban los corrales de madera para ubicar el ganado que provenía del área rural circundante, hasta el momento de ser enviado al Matadero para su sacrificio. Tan significativas en el paisaje y la vida cotidiana de los habitantes de esa franja del sur de la ciudad fueron las actividades del arreo y la matanza que la barriada pasó a denominarse Tablada. Estas imágenes nos remontan a las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX, cuando Rosario transitaba por una importante expansión urbana vinculada a la llegada masiva de inmigrantes europeos, proceso a partir del cual se fue modelando su fisonomía de centro comercial que recogía la producción del interior para colocarla en el mercado externo, explotando su carácter de puerto natural.

El origen del barrio está asociado a la instalación, en las proximidades del río Paraná, del Matadero Público en 1876, alrededor del cual se van instalando una serie de establecimientos que apuntaban a la utilización integral del animal: curtiembres donde se trabajaba el cuero para exportar, graserías en las cuales se fabricaba grasa para fines alimenticios o industriales, barracas donde se depositaban los cueros para esperar ser exportados por cuenta y orden del barraquero o de terceros, paterías, hueserías y triperías.

Fue justamente alrededor de estos establecimientos, sumados a los ferrocarriles y al puerto -los principales centros que absorbían mano de obra-, donde se instaló un importante núcleo poblacional. Se organizó, de esta forma, una red social que vinculó estrechamente a los vecinos de esta comunidad barrial con los centros de trabajo allí instalados. El antiguo barrio Matadero pasó a denominarse Tablada según la tenaz insistencia de los vecinos, quienes han ignorado los sucesivos nombres que se le ha adjudicado, incluyendo el actual de barrio General San Martín (no siempre los límites de cada uno de ellos coincidieron exactamente).

El Matadero Público se ubicó aproximadamente en la intersección de las actuales 24 de setiembre y Grandoli y fue trasladado en 1931 a Pedernera y Lamadrid, donde aún se encuentran en pie las viejas instalaciones. Así, la campana que ordenaba el inicio de la matanza de animales era escuchada por los antiguos habitantes del barrio, entonces una mancha bastante poco compacta de ranchos precarios, que todavía cuatro décadas después seguían construyéndose de barro, madera y lata. Matarifes, carreros, empleados municipales, comisarios, administradores y veterinarios cumplieron un rol destacado en la constitución de un lugar de trabajo muy peculiar que tuvo un carácter inaugural para la historia barrial.

Uno de los momentos claves en la planificación de la construcción del Matadero Público en ese sitio se remonta a marzo de 1875, cuando el Concejo Municipal autorizó la adquisición de terrenos para su construcción, con la condición de estar situados sobre la barranca a una distancia no menor de 30 cuadras a partir de la Plaza 25 de Mayo, es decir, del centro de la ciudad.

Aunque no siempre resultara efectivo, la fuerte presencia de los funcionarios municipales en las actividades cotidianas demuestra la preocupación por la vigilancia de una actividad que incidía en la salubridad de la población. Es sabido que la preocupación por la higiene social condujo a la élite a desplegar una serie de políticas destinadas a disminuir el riesgo de contracción de enfermedades y las preocupantes tasas de mortalidad que se verificaban en la ciudad. De allí que el gobierno municipal previera dispositivos sanitarios centralizados para la inspección de Mataderos y establecimientos insalubres. En 1887 se creó la Oficina de Higiene, la cual tendría a su cargo la policía bromatológica y demográfica y la inspección de establecimientos insalubres e incómodos y debería proponer medidas en caso de que fuera necesario, tras lo cual sucesivas instituciones fueron creadas con los objetivos de inspección y vigilancia.

Que las condiciones de trabajo e higiene del Matadero no eran óptimas lo demuestra la abundante normativa municipal orientada a mejorar las condiciones generales de un espacio destinado a producir el alimento de la población urbana. La contratación del servicio de aguas corrientes y su adecuación a las condiciones del lugar así como las sucesivas refacciones de techos, pisos interiores, veredas, canaletas y caños de desagües estuvieron dirigidas a mejorar una atmósfera descripta por la élite en 1891 como "llena de miasmas pútridos y nocivos".


Trabajo reglamentado
El traslado de carne desde el Matadero hasta las carnicerías y puestos de mercados de la ciudad hubo de ser cuidadosamente reglamentado. El estado de los carros no siempre cumplía con las normas de aseo e higiene, por lo cual la Inspección General y los funcionarios del Matadero debían controlar, por ejemplo, que los carreros no transportasen carnes echadas en los carros sino en ganchos dispuestos a una determinada altura, de modo tal que no rozaran el piso, obligándolos a pintarlos y lavarlos diariamente con cepillos.

El ingreso de perros al Matadero fue prohibido expresamente en el año 1907, disponiendo cercar con alambre las playas de matanza y el estacionamiento de carros para transporte de carne. Las condiciones de trabajo en el Matadero fueron descriptas por las propias autoridades municipales en 1915 como "extenuantes" y el trabajo de los peones como "absolutamente continuo mientras dura la matanza".

Pero sin duda para la configuración barrial fue importante la medida que establecía radios de instalación de industrias insalubres y basurales, mediante la cual se expulsaban del centro de la ciudad las actividades "contaminantes" y se generaban espacios en los cuales se agrupaban peligrosamente basuras, industrias contaminantes, viviendas precarias pero también el asilo de mendigos y dementes, el Buen Pastor y San Vicente de Paul.

El barrio Tablada fue el espacio en el cual esta alarmante asociación estuvo presente, la cual constituyó el basamento sobre el cual se erigió una peculiar imagen de la barriada sustentada en particular por la élite. El Censo de 1910 ya desnudaba su preocupación: "No obstante hallarse el Rosario situado sobre una elevada meseta, a orillas de un gran río, frente a las arboledas naturales de las islas, la mortalidad general (22,6) indica que hay algo dentro de la ciudad misma que tiende a anular dichas ventajas topográficas. Y ese algo, es indiscutiblemente la insuficiencia de las actuales cloacas (sobre 192.278 habitantes apenas gozan de ellas 75.000) y la acumulación de las basuras y desperdicios domiciliarios en el bajo del río, hacia la parte sur de la población, por falta de hornos crematorios. La extensión de las cañerías de aguas corrientes no guarda proporción con la superficie servida por las obras de salubridad."

En franco desafío a esa mirada sobre la comunidad barrial, los relatos de los vecinos reconocen el papel fundacional del Matadero como espacio alrededor del cual se organizaron rutinas cotidianas de trabajo y vida. Son frecuentes las descripciones que aluden al hábito de tomar mates antes de comenzar a faenar así como la solidaridad creada en el descanso posterior al sacrificio de los animales, cuando comían asados debajo de los árboles y jugaban carreras sobre sus caballos. Iniciando las actividades, los arrieros -denominados "gauchos" por los entrevistados- realizaban su labor a pie. La generalización del traslado por medio de camiones -alrededor de la década de 1930- impulsó la progresiva desaparición del oficio.

La minuciosa descripción de las labores cotidianas remiten a un trabajo "absolutamente manual", donde el ruido de las sierras eléctricas demoró mucho tiempo en oírse. En los términos de uno de los vecinos: "Uno no se puede imaginar el movimiento que era impresionante, imagínese la cantidad de jinetes a caballo, hacienda, carros, jaulas, se lo cuento y lo estoy viendo, había corrales por todos lados". La memoria del trabajo, transmitida de generación en generación, aparece así como una alternativa producida por los propios vecinos-trabajadores a la imagen difundida por la élite del barrio como el lugar de los desechos.

Pero la actividad laboral no se agotaba allí. El Matadero producía derivados que eran trasladados a diversos establecimientos de variadas dimensiones, para ser procesados y posteriormente colocados en el mercado interno o internacional. Estos eran considerados "establecimientos insalubres", es decir, peligrosos para la salud de los habitantes y de esta manera eran caracterizados en el año 1900: "Como en ellos se elaboran productos y sustancias que requieren la más absoluta higiene, por la fácil descomposición de los materiales y residuos animales que emplean, están bajo la inmediata inspección de la Municipalidad".

Ingresaron en esa categoría las triperías, las velerías, las barracas, los depósitos de huesos y astas, las fábricas de jabones, de velas y las graserías. Las primeras se dedicaban a lavar y preparar las tripas de los animales, en general para destinar al mercado externo. Las barracas se dedicaban a acopiar en gran escala productos agrícolas y ganaderos, confirmando el rol de la ciudad como receptora de la producción del interior cercano. Allí se preparaban los productos recibidos para la exportación y algunas de ellas oficiaban como casas exportadoras. Respecto a las graserías, su producción en general se destinaba al uso alimenticio.


Oro podrido
Pero cualquier relato acerca del mundo del trabajo en el barrio Tablada quedaría incompleto si no hiciera referencia al basural que ya al filo del cambio de siglo se comenzó a conformar mediante el depósito clandestino de desechos en el bajo Ayolas. Hasta entonces un depósito situado más al norte, y por lo tanto más cerca del centro, provocaba quejas que condujeron a la elección de este nuevo emplazamiento.

La memoria barrial relata que sobre principios del siglo XX un inmigrante español recién llegado, comenzó a aprovechar la basura organizando un puñado de "topos" que cavaban los depósitos en busca de todo lo aprovechable. Jesús Pérez -tal era el nombre del organizador de esta actividad- se convirtió en el concesionario de la basura que finalmente las filas de carros municipales fueron depositando en el lugar.

En 1916 comenzó a regir el contrato que regulaba esta actividad y Jesús Pérez, con el paso del tiempo, se convirtió en el organizador ya no de un puñado de "topos" sino en el empleador de un ejército de hombres, mujeres y niños cuyas pésimas condiciones de vida y de trabajo fueron magistralmente reseñadas por Rosa Wernicke en la novela "Las colinas del hambre". Los relatos de los vecinos indican que la mayor parte de la tirada de este libro, una vez publicado por Editorial Claridad, fue adquirido por el propio concesionario para ocultar la contundente denuncia social que el texto representaba. Desde la ficción, situada en 1937, Wernicke recuperaba los testimonios de los vecinos que denunciaban la muerte de "topos" por el desmoronamiento de las cavas, la existencia de "matones" y "alcahuetes" y la complicidad oficial.

A través del contrato suscripto con la Municipalidad de Rosario, Jesús Pérez se convirtió en el concesionario exclusivo de la explotación de basuras. Los carros municipales debían descargar los desechos de toda la ciudad en el terreno ubicado aproximadamente entre el río, la línea de barranca y unas cuadras a ambos lados de Ayolas. Es de destacar que la actual Avenida Belgrano aún estaba en proyecto.

El concesionario debía abonar mensualmente un canon preestablecido y a pesar de que la Municipalidad debía renovar periódicamente por licitación la concesión, la existencia de denuncias demuestra que no siempre esto ocurría, incluso frente a ofertas superiores en cuanto al monto mensual a pagar. Esto muestra cierta incondicionalidad de los sucesivos ejecutivos municipales hacia la segunda mitad de los años 10, lo cual quedará nuevamente al descubierto sobre fines de los años veinte y principios de la década siguiente. En dicha ocasión, las denuncias producidas por empresas petroleras -Shell Mex Argentina Limited y West India- acerca del peligro de la quema de basuras a solo 80 metros de sus depósitos de combustibles y aceites, enfrentó a autoridades nacionales, provinciales y municipales. En esa oportunidad se evidenció una clara protección hacia la concesión otorgada tiempo atrás y sucesivamente ratificada por este municipio y la solución visualizada por las autoridades municipales desde al menos cuatro décadas antes -la construcción de hornos crematorios de basuras- no llegó a efectivizarse.

El objetivo del negocio así establecido era recuperar absolutamente todos los elementos pasibles de ser comercializados: huesos, trapos, vidrios, metales y grasa. Los residuos de alimentos domiciliarios más el resultante de la cocción de huesos para recuperar grasa alimentaban a los cerdos de su propiedad (el tan polémico chiquero que fuese finalmente clausurado), mientras una porción no desdeñable alimentaba a las familias de vagabundos que se arremolinaban alrededor de esta actividad. Horquilleros y "topos" eran los encargados de proveer al concesionario, a través de una mísera paga, los objetos rentables que éste se ocuparía de colocar en un mercado que en ocasiones superaba las fronteras nacionales. Como afirmara uno de los personajes de "Las colinas del hambre": "El vaciadero de esta ciudad, amigo mío, es una preciosa mina de oro podrido".

Jesús Pérez se convirtió en una figura controversial para la comunidad barrial. En sus relatos, los vecinos tienden a definirlo de manera contradictoria. No faltan quienes resaltan su perfil de fervoroso católico, proveedor del alimento diario de familias enteras y el realizador de una acción filantrópica que tuvo como objetivo la promoción de la educación de los niños del barrio, cediendo una parte de su propia casa para la instalación de una escuela y donando el terreno para la construcción de una segunda que aún hoy está en pie.

Es notable la persistencia de esta mirada contradictoria: muchos no se animaron a cuestionarlo despiadadamente, tampoco lo enaltecieron; otros, sin condenarlo explícitamente, relataban episodios que lo devuelven como el más representativo de los pioneros, el hacedor reconocido, pero también el usurero, el rastrero, el explotador. Su figura puede ser pensada como la más lustrosa imagen de la miseria, la opulencia en trono de barro, o como quien resume las antinomias: lo mejor y lo peor. Pérez convirtió la villa (miseria) en asiento de la otra villa (Eloísa, el nombre de su mujer y de su morada), el lugar de la ignorancia en aula. Los restos materiales del basural de Jesús Pérez -tal como fuera bautizado por los vecinos- han sido analizados en el marco de una experiencia de arqueología urbana llevada adelante por el equipo de arqueólogos pertenecientes al Proyecto de Potencial Arqueológico y Sociocultural de la ciudad de Rosario de la Escuela de Antropología de la UNR.

La comunidad barrial conformada en relación con este mundo del trabajo tan peculiar produjo en su interior una serie de hendiduras que diferenciaban por un lado a los inmigrantes que acumularon un capital para ubicarse socialmente como proveedores del sustento de los vecinos de la barriada, lugar social reforzado por poderosas marcas de distinción (la posesión de un automóvil o la estética de su vivienda). Jesús Pérez o Agustín Cappa son ejemplos de ello.

Por otro lado, el abigarrado mundo de trabajadores dispersos en numerosos sitios de trabajo, minúsculos algunos, medianos otros, hubieron de construir historias familiares anudadas por la común pertenencia a la barriada pero también a los oficios familiares, transmitidos de generación en generación. Se trataba de oficios reconocidos socialmente (arrieros, matarifes, curtidores, etc.) que anunciaban otra línea demarcatoria: la que posicionaba a "topos" y horquilleros, aquellos que revolvían y seleccionaban la basura, en el lugar de vagabundos, cuyo aspecto desharrapado se asociaba a la villa del basural, aquella que en las primeras décadas del siglo alojaba a familias enteras alrededor de la "mina de oro podrido" de Jesús Pérez.

(*) Silvia Simonassi es historiadora y docente de la Universidad Nacional de Rosario. Silvia Gergolet es antropóloga y preside la vecinal Avrose.

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Villa Manuelita. Un asentamiento histórico contiguo a Tablada.

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