Año CXXXVII Nº 48413
La Ciudad
Política
Economía
Información Gral
Opinión
El Mundo
Escenario
La Región
Policiales
Cartas de lectores


suplementos
Ovación
Salud
Autos


suplementos
ediciones anteriores
Turismo 06/06
Mujer 06/06
Economía 06/06
Señales 06/06
Educación 05/06
Campo 05/06
Salud 02/06
Autos 02/06


contacto

servicios

Institucional

 miércoles, 09 de junio de 2004

Refelexiones
La plata no se come

Carlos Duclos / La Capital

¿Apenas una ensoñación? ¿Acaso una utopía? ¿Un inocente idealismo? Las preguntas podrían repetirse para encontrar la respuesta que defina, justamente, a esos seres que alguna vez y siempre se dedicaron a proclamar que un mundo mejor es posible si se erradican algunas desviaciones responsables de la angustia social. Por ejemplo: la aberración de la avaricia, de la codicia y del egoísmo. El diario El Cronista Comercial días pasados nos conmovió con esta noticia en su tapa: los argentinos tienen depositados e invertidos en el exterior más de cien mil millones de dólares. ¡Nada menos que cien mil millones de dólares! El medio especializado en economía y negocios en su información aseguró que en el transcurso del primer trimestre de este año se giraron al exterior setecientos veinte millones de dólares. ¿Por qué habríamos de extrañarnos de esta conducta de personas físicas y jurídicas argentinas, si el actual presidente depositó en el exterior una cifra cercana a los seiscientos millones de dólares, perteneciente al erario santacruceño, cuando era gobernador de esa provincial austral? Pero que no nos extrañe, tal conducta no significa que deba ser convalidada.

A la hora de arrimar un poco más de información, la revista Fortuna, también especializada en negocios, confirma la especie (que no es nueva para los que están en cuestiones económicas, pero que hace reflexionar a quienes conviven con la desgracia argentina de todos los días) y añade algo más: más de treinta mil millones de dólares están debajo de los colchones de los argentinos. Leonardo Glikin, titular de Caps, una institución encargada de realizar estudios de planificación, no sólo admite la existencia de esa inmensa masa de dinero en el exterior, sino que arriesga a sostener que ese dinero no volverá al país por las siguientes razones: "Porque es dinero no declarado, es decir, que no cumplió con las leyes impositivas; porque los titulares de esos fondos no confían -y esto de manera permanente e irreversible- en la seguridad jurídica y económica en la Argentina, en especial por los riesgos cambiarios y de disponibilidad de las inversiones y porque los titulares de los fondos quieren evitar la aplicación a su respecto del régimen de la sociedad conyugal y/o de la legítima hereditaria".

No es del caso enfocar la cuestión desde un punto de vista moral. Queda fuera de toda discusión que esos ciento cincuenta mil millones de dólares es propiedad de argentinos y en consecuencia les asiste el derecho de disponer de su propiedad conforme les parezca. Y como bien dice Glikin, a los argentinos que por derecha amasaron su fortuna ni el Estado, ni la infraestructura financiera local les inspira confianza. Los que lograron enriquecerse a costa del sufrimiento de la sociedad (sea evadiendo impuestos o mediante otra forma de corrupción más atroz y deleznable como el robo cuantioso y a mansalva de las arcas públicas o mediante el lavado de dinero) seguramente no le temerán tanto al orden punitivo argentino como a su impredecible devenir. La experiencia en este país indica que si algo hoy pertenece al ciudadano ahorrista mañana, sin más trámite, puede pertenecer al Estado, algunas de cuyas figuras que lo representaron fueron tolerantes con el desbarajuste y la corrupción cuando no decididamente aliados o protagonistas. Así las cosas, es justo decir, ante todo, que hay razones sobradas para que los argentinos sigan enviando dinero al exterior y por ello se torne difícil reflexionar sobre este caso desde un punto de vista moral ¿Pero es posible desmenuzar la cuestión desde el punto de vista de lo adecuado para la sociedad? Si se encara el tema desde allí se coincidirá con que una formidable masa de dinero semejante a toda la deuda externa argentina está al servicio de intereses extranjeros, manejada por extranjeros y trabajando para el sostenimiento y crecimiento de pueblos extranjeros.

Resulta increíble que esto ocurra mientras la mayoría del pueblo argentino se bambolea entre la pobreza y la indigencia, en tanto una débil y zozobrante clase media, otrora poderosa, anda a los chapuzones y manotazos tratando de sobrevivir como pueda. Es decir, si tratamos de mirar en perspectiva, los chicos y jóvenes de hoy son las futuras víctimas de un cóctel explosivo conformado por varios ingredientes el principal de los cuales es, sin dudas, el egoísmo. ¿Se imagina el lector no ya ciento cincuenta mil millones de dólares, sino la mitad invertidos en Argentina con un sistema financiero no rapaz y un Estado vigilante y solidario? En pocos meses es probable que se redujera hasta límites nimios la desocupación y en consecuencia el hambre, la indigencia, la pobreza y hasta el alto índice delictivo. En poco tiempo acaso se tuviera esa sensación de alivio que hoy tienen esos países en los que nada la plata argentina.

Sin embargo, la realidad es otra. La realidad es que el Estado argentino fomentó, alentó esta aberración económica junto con un sistema financiero que poco tiene para envidiarle a los fondos buitres y que no titubeó, tampoco, en derivar los fondos generados aquí a sus casas matrices cuando la debacle argentina se venía de la mano del que dijo no ser triste. Es esta una aberración económica que deviene en servicio de argentinos para no argentinos, una aberración económica que tiene a la tristeza social como ineludible efecto. ¿Son los argentinos pudientes conservadores hasta el egoísmo de no contribuir al flujo de la moneda y el entorpecimiento de la riqueza social? Esta pregunta sólo puede ser contestada por otra: ¿tienen razones para no serlo? ¿El Estado hizo algo para que no fuera así? De todos modos, y para no justificar este pecado que acaso persistiera (como cuestión cultural) aun cuando el Estado diera ejemplos y buenas oportunidades, vale recordar la parábola o el cuento del Talmud sobre aquello de que "No se puede comer el oro". Durante el asedio de Jerusalem por parte de los romanos los rabinos aconsejaron a una facción del pueblo llegar a un acuerdo con éstos porque enfrentarlos significaría la perdición. Este grupo, llamado "Biryoni", no hizo caso y apeló a una estrategia devastadora: prendieron fuego a los silos de granos de la ciudad. Por esos días, una de las mujeres más ricas de Jerusalem, Marta, la hija de Behzio, envió a su sirvienta a comprar harina fina, pero regresó la mujer con las manos vacías. Marta le dio más oro y le encomendó que comprara, al menos, harina de inferior calidad. Fue en vano. Marta decidió que ella misma saldría a comprar, pero a pesar de andar y andar todo resultó infructuoso. Finalmente, se debilitó y se enfermó. En estas condiciones se dijo para sí mientras miraba su oro y su plata: "¿De qué me sirve todo esto ahora?" y arrojó sus bienes a la calle.

La parábola talmúdica puede dar lugar a muchas interpretaciones. Para el caso que nos ocupa podría decirse que en una sociedad agobiada y hambrienta la plata en otras plazas no alivia ni se come y que los idealistas, como aquellos sabios rabinos, que sueñan con una sociedad donde no impere la miseria no proclaman utopías.

enviar nota por e-mail

contacto
buscador

  La Capital Copyright 2003 | Todos los derechos reservados