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 sábado, 05 de junio de 2004

Editorial
La quiniela clandestina

Los argentinos suelen desplegar conductas paradójicas en relación con el Estado. Por un lado, le reclaman austeridad, eficiencia y asistencia social; por el otro, cada vez que pueden burlan sus disposiciones en beneficio de un individualismo salvaje. Esa actitud egoísta se percibe en el tránsito -donde habría que aludir, además, a una tendencia casi suicida- o en el no pago de tasas e impuestos, especulando con futuras e injustas moratorias. Los 421 puestos de quiniela clandestina que funcionan en la actualidad en Rosario dan otra pauta de que muchos ciudadanos olvidan o ignoran flagrantemente que el dinero que se invierte en el juego legal tiene como destino la educación y la cultura, y prefieren beneficiar con sus apuestas a capitalistas ignotos en vez de a la misma sociedad en la que viven.

Ciertamente que esa desconfianza posee remotas y a veces justificables raíces, pero en este caso nada puede esgrimirse en favor de lo que ocurre. De allí que el informe oficial sobre la situación del juego en la ciudad que brindó anteayer el titular de la Lotería santafesina amerite la inmediata implementación de severos controles. La suma que pierde cuatrimestralmente la provincia -seis millones de pesos- no concede espacio para demoras ni vacilaciones.

Además de datos, Daniel Sorrequieta vertió la antevíspera tajantes definiciones: "No hay que ser hipócritas. Todos saben quiénes son los capitalistas de juego y cuáles son las agencias que reciben las apuestas clandestinas", señaló, poniendo el dedo exactamente sobre la llaga. Y es que más allá de la firme decisión de combatir el juego ilegal que exhibió el funcionario, la base del problema -tal cual se lo observó con antelación- es pura y preocupantemente cultural.

La promesa realizada fue acción concreta e inmediata. El apoyo político, según Sorrequieta, está garantizado. De acuerdo con el exhaustivo relevamiento efectuado, el veinte por ciento de los puestos clandestinos involucra a agentes o subagentes del juego oficial. Por allí habrá que empezar, entonces, a luchar contra el flagelo.

Pero se insiste: sólo la propia ciudadanía podrá desterrarlo definivamente. Aunque para ello, por cierto, deberá primero adquirir la conciencia necesaria.

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