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 domingo, 11 de abril de 2004

Anticipo
"La Argentina en la escuela", los relatos del pasado
Cuatro historiadores revisan la idea de nacionalidad en los textos de enseñanza

Luis Alberto Romero

La indagación por el pasado está guiada habitualmente por la pregunta acerca de la propia identidad: quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos. En cualquier comunidad compleja, con intereses diversos y proyectos diferentes, coexisten distintas versiones del pasado, pero entre tantas voces, la del estado es la más fuerte. En el mundo inaugurado por la Revolución Francesa, desaparecidas las legitimidades tradicionales de las viejas monarquías, los estados se identificaron con naciones. Ellas preexistían a los estados, los fundamentaban y legitimaban. Para estos estados, construir un relato de su nacionalidad aceptable para la sociedad fue y sigue siendo una tarea esencial.

Los historiadores profesionales participan de ella, y ponen a su servicio el prestigio de su saber. Una parte de su actividad está regida por las normas de su oficio: el deseo de inquirir sobre lo desconocido, el rigor y la aspiración a la verdad. Pero este saber histórico suele estar íntimamente relacionado con aquella otra práctica, más propia de la conciencia histórica, pues ambos intereses coinciden en el historiador ciudadano. Durante el siglo XIX y buena parte del siglo XX la práctica profesional tuvo como tema y sujeto principal al estado nacional. Por esa vía, la tarea de un saber especializado y riguroso se ha integrado con aquella otra del estado cuyo propósito es explicar y a la vez construir la nacionalidad en la sociedad por él regida. En esa tarea, la escuela ha sido su instrumento principal. La historia fue en la escuela no solo una disciplina de saber sino un poderoso instrumento para identificar con la comunidad nacional a cada futuro ciudadano que pasaba por sus aulas.

Es posible examinar la obra de los historiadores profesionales desde esa perspectiva: la construcción de la nacionalidad. Los textos fundadores de Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López proyectaban hacia el pasado la existencia de una nación que ellos mismos, y sobre todo el primero, estaban construyendo desde sus funciones en el estado. Con la llegada del siglo XX, mientras José María Ramos Mejía se ocupaba desde el Consejo Nacional de Educación de dar forma a los principios de la "educación patriótica", un conjunto de jóvenes historiadores tomó como tarea propia la elaboración de un relato del pasado adecuado a este objetivo: entre ellos se encontraban Emilio Ravignani, Ricardo Levene, Rómulo Carbia y Diego Luis Molinari, quienes más tarde serían reconocidos como los creadores de la "Nueva Escuela Histórica Argentina". A lo largo de varias décadas de intensa actividad, este grupo elaboró una imagen del pasado argentino tan consistente que se transformó en sentido común, al punto que aun hoy es fácil encontrar sus rastros en diferentes ámbitos educacionales y académicos.

Ese éxito tan notable no fue casual. Cumplieron con eficacia la tarea de ofrecer una "historia nacional" con todas las señales y los avales del rigor historiográfico. Crearon las instancias académicas e institucionales que constituyeron en adelante los peldaños de una verdadera profesión histórica. Establecieron una estrecha y fluída relación con una elite social y política preocupada por construir una identidad nacional mediante el uso privilegiado de la disciplina histórica. Por último, se preocuparon por difundir su producción entre un público amplio, incluyendo el uso de las diversas instancias del sistema educativo.

A pesar de las múltiples diferencias en la producción de cada uno de ellos, los historiadores de la Nueva Escuela compartieron una serie de rasgos. Se ha señalado su identidad generacional; también, que se trata de la primer camada de intelectuales que reflexionó sobre el pasado nacional sin tener vínculos directos, personales o familiares, con los temas que estudiaban, ya que en su mayoría pertenecían a familias de inmigrantes recientes. Pero sin duda resultó determinante el hecho de que se tratara del primer grupo de historiadores que adecuó su producción a una serie de parámetros de legitimidad y rigor considerados científicos y académicos. Esta adecuación se dio de un modo natural, pues se trataba de parámetros e instituciones que ellos mismos estaban creando. En conclusión, la Nueva Escuela no sólo reunió la primer camada de historiadores profesionales, sino que ellos fueron quienes definieron el significado mismo de la profesionalidad historiográfica. (...)

La primera crítica importante a esta perspectiva provino de un amplio conjunto de visiones del pasado que habitualmente se conocen como "revisionismo". Aunque sus autores generalmente tuvieron presencia en las instituciones oficiales y académicas, querían presentarse como revestidos de una romántica marginalidad y como creadores de una suerte de "contrahistoria". La crisis ideológica de la primera posguerra, y la difusión de principios organicistas y nacionalistas, pronto repercutieron en las miradas sobre el pasado. Alentados por el impulso del golpe de septiembre de 1930, un conjunto de intelectuales buscó reinterpretar el pasado en una clave nacionalista militante. Esta se apoyaba en dos temas principales: el odio a Gran Bretaña, y la consiguiente relectura positiva del legado hispánico-católico, y el rescate militante de la figura de los caudillos, y en particular de Rosas. Este giro intelectual trató de ofrecer una nueva visión del pasado nacional para una elite tradicional que debía renovarse; a la vez, buscaba dar respuestas a la crisis de un conjunto de valores, que englobaban bajo el rótulo de liberal. Por otra parte, basándose en el modelo de los caudillos y de Rosas, trató de establecer nuevas alternativas para la vinculación entre esas elites políticas y las masas, que hasta ese momento profesaban una férrea lealtad al radicalismo yrigoyenista. (...)

Entre 1955 y 1975 los revisionistas, en sus variadas versiones, se esforzaron por imponer su presencia en el espacio público. La heterogeneidad teórica y política no fue una dificultad, e inclusive la plasticidad del discurso ayudó a ocupar zonas diversas. Recurrieron a todo tipo de canales, emulando el espíritu de empresa militante de la izquierda socialista en los años veinte y treinta: editoriales de libros y de revistas, conferencias, manuales escolares. El éxito de estas iniciativas en el marco de la polarización política de fines de los sesenta y comienzos de los setenta fue rotundo; al concluir este período, José María Rosa podía suponer, sin equivocarse demasiado, que su interpretación ya era parte del sentido común de los argentinos. Luego de 1975 la presencia del revisionismo fue declinando, al tiempo que cambiaban las preocupaciones de la política. Una mirada distinta de la historia provino de la corriente de la "historia social", una corriente más estrictamente académica que comenzó a desarrollarse en la Universidad en los años sesenta, pero fue eliminada tanto por las sucesivas dictaduras como por la onda de politización, que encontró más afinidades con el revisionismo. Durante los años de la última dictadura, y en ambientes académicos alternativos, la "historia social" adquirió un predominio que se consolidó en las universidades luego de 1983. Pero por entonces no estableció ni diálogo ni polémica con el revisionismo, que fue diluyéndose del debate público.

Dada la fuerza de estas tradiciones historiográficas, confrontadas pero coincidentes -con excepción de la "historia social"- en cuanto a la significación de la nación en la construcción del relato histórico, resulta fácil de explicar que la historia escolar sea también un relato sobre la identidad y el ser nacional. El principio de nacionalidad se apoya en un supuesto categórico: la inmanencia y la transparencia de la nacionalidad. Sin embargo, los contenidos de lo que se ha considerado la nación han sido diversos y variaron históricamente. En consecuencia, es legítimo interrogarse sobre las características de la nación que se despliega en los manuales: el tono estatalista, unívoco y sospechoso respecto de todo lo exterior que se descubrirá en ellos no se desprende necesariamente de su enfoque nacional, y requiere de explicaciones complementarias. En la Argentina de los años treinta y cuarenta esta tendencia formaba parte de un universo cultural mucho más extendido que el de los manuales escolares; nuestra pregunta se refiere a la manera como los manuales, instrumentos del sistema educativo, elaboraron estas convicciones y valores generales, y los transformaron en saberes ritualizados, certidumbres y lugares comunes sobre el pasado de la nación argentina.

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Luis Alberto Romero dirigió la investigación.

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