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 domingo, 11 de abril de 2004

Interiores: Poner en palabras

Jorge Besso

La apuesta por la palabra es con toda probabilidad de las más antiguas de la humanidad, ya que está en el origen y en la constitución de la humanidad, y lo es también porque la palabra y no la comunicación es patrimonio exclusivo de los humanos. Como se sabe los animales se comunican entre sí, y en particular los domésticos con sus amos, que son mimados con palabras y educados con órdenes, pero que no pueden corresponder con palabras, razón por la cual tienen que recurrir a señales para dar muestras inequívocas de comprensión y de comunicación, para alegría de sus dueños, que más de una vez sienten que el único que lo comprende es su perro, o el único que lo recibe con alegría al llegar a casa.

Es muy conocido y comentado por lingüistas y demás, el sistema de comunicación utilizado por las abejas con sus danzas cuando descubren las flores, danzas con las cuales le indica al resto de la comunidad la distancia y la dirección dónde se ubican, con el consiguiente polen. Ahora bien, se trata de un sistema de comunicación donde lo que salta a la vista es que es más simple si lo comparamos con nosotros, y que lo más importante es su perfección. Es decir, en términos generales, no hay malos entendidos entre las abejas, tampoco las típicas impuntualidades argentinas son siquiera imaginables entre las productoras de la miel, pero mucho menos posible resulta pensar en la sola posibilidad de la más mínima mentira, con la que, por caso, una abeja caradura engañe a sus hermanas y se quede con todo el polen, inexorablemente condenada a la bulimia, conscientemente angustiada ante la proximidad del desfile de Giordano, e inconscientemente atrapada en la compulsión a repetir siempre el mismo ritual con la comida.

Los humanos, por su parte, en más de una ocasión sueñan con comunicarse sin palabras, cosa que logran en ocasiones, en especial en las hipnosis del enamoramiento, único tiempo sin tiempo donde las almas y los cuerpos vibran en la comunión del sexo y el amor. El resto del tiempo hay que poner la cosa en palabras, tanto las del amor, como las del sexo, como las del trabajo, como las de la amistad y demás encuentros y desencuentros en que los humanos festejan o padecen sus respectivas existencias.

Es curioso que las palabras tengan tanto prestigio y desprestigio al mismo tiempo, ya que puede portar tanto confianza, como la mayor de las desconfianzas, y no sólo en estos tiempos, pues el griego Tucídides, que es uno de los primeros padres de la historia, ya se quejaba hace 2.500 años a los atenienses de que esos eran tiempos en que no se podía confiar en la palabra de los hombres. Por lo demás, ciertas corrientes de pensamiento son proclives a no confiar, o más directamente a desconfiar de las palabras como lo expresa el exhorto tan conocido como remanido que grita a todos los vientos: hechos y no palabras. El acerto pareciera ser portador de una verdad indiscutible al punto que bien podría ser colocado en la galería de las obviedades y seguramente merecería un lugar destacado, además de que no faltarían las infaltables remeras de ocasión con la leyenda proclamando la verdad.

Pero nada haríamos con los hechos sin las palabras, al punto de que ni sabríamos qué son los hechos. Y lo cierto es que los hechos son esencialmente interpretables. Sólo después son un dato.

La puesta en palabras es una de las grandes tareas de todos los días y de todas sus noches, al menos hasta que nos vamos a dormir, momento en que hay que bajar el telón del teatro diurno y levantar el telón del teatro nocturno. Cuando la operación de cierre falla, entonces lo que aparece es el insomnio, que es el efecto de no parar de "hablar"; y el insomnio es sin duda uno de los síntomas más desesperantes y un gran privilegio de los humanos.

En buena medida, el tan meneado, como imprescindible equilibrio, depende de la palabra. Y en un sentido doble: de la capacidad de pasar las imágenes a palabras, ya que todo aquello que se nos queda en la punta de la lengua se vuelve hacia adentro y vuelve a formar parte del revoltijo mental. Y a la vez, el equilibrio también depende de la capacidad, en cierto modo opuesta, esto es, la posibilidad de dejar de hablar, tanto de la lengua hacia fuera, como de la lengua hacia adentro. En suma que nuestro equilibrio depende tanto de nuestra capacidad de pensar, como también de la capacidad de dejar de pensar, lo que se conoce como poner la mente en blanco. Que no necesariamente es sin imágenes. También puede ser con imágenes que nos interrumpan el torrente de los pensamientos.

Aristóteles usa una frase muy bella para la relación entre pensamiento e imagen: el alma nunca piensa sin imágenes. Algunas traducciones la dicen un poco de otra manera: el alma nunca piensa sin fantasmas. Es que fantasma quiere decir la imagen de un objeto sin la materia de dicho objeto. No es la piedra la que está en el alma, sino la forma, decía al respecto Aristóteles.

La puesta en palabras completa la operación mental a partir de la cual pensamos, ya que es a partir del filtro del lenguaje que el pensamiento se vuelve perceptible, lo que viene a querer decir comunicable. A uno mismo y muy especialmente al otro. Que sea comunicable es la condición primera para que sea elaborable. Y para nuestra psiquis casi todo es elaborable. Es decir no sólo para soportar lo malo. También para soportar lo bueno, pues muchas veces los humanos cuando llegó lo bueno piensan en cuándo vendrá lo malo. Es la manía por el equilibrio. Pero no desesperar, el equilibrio no viene de afuera, ya que nadie se ocupa tanto de nosotros. El equilibrio es interno. O no es.

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