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 domingo, 21 de diciembre de 2003

Rosario desconocida: Fabricantes de ilusiones

José Mario Bonacci (*)

Es verdad que la historia del hombre puede leerse a través de edificios que la humanidad ha construido desde el inicio de los tiempos. Esta posibilidad la tomó alguien para bautizar a la arquitectura como "el libro de piedra de la humanidad". Todo libro transmite un texto que a veces no se remite exclusivamente al argumento o mensaje escrito. El lector agrega lo suyo, lo marca con señales, símbolos, recuerdos. Se encuentran luego de años una flor, una hoja vegetal, una esquela, un trozo de otro texto, o cualquier otra cosa que atestigüe la intención de dejarlo allí para siempre. Una ciudad entonces, puede ser también un texto a desentrañar. En el caso local, esas señales existen y llaman a un tiempo de infancia y juegos insertos en los campos de la ilusión a través de elementos tan antiguos que cubren el territorio de varias generaciones. Y allí están, para ser descubiertas con todo su encanto igual que aquellas flores secas pero sensibles que podemos encontrar acariciando las hojas de un libro.

Rodolfo Sequalino, último integrante de una industria con trasfondo poético, nos brindó un encuentro hace algunos años antes de su muerte. Entonces a través de su voz, en muchos momentos pura emoción, pudimos conocer el origen de su orgullo. Era la única fábrica del país dedicada a construir calesitas, carrouseles, vueltas al mundo, trenes fantasmas y otros juegos mecánicos, aunque también hacían juegos para plazas. Los socios fueron muriendo, así como algunos artesanos sumados a la labor, y la fábrica cerró. Al momento de la entrevista, ocurría el desmantelamiento para su inmediata demolición por 1984.

El mayor de los Sequalino era Juan, luego estaba Andrés y el menor, Roberto. Entre los artesanos, se destacaban Ríspoli y Russo, tallistas en madera, y otro antiguo y buen trabajador, Herminio Blanco. El país está sembrado de sus productos por todas las provincias, sumándose las ciudades de Perú, Paraguay, Brasil, Uruguay, y Chile.

Casi todos los parques de diversiones de la Argentina salieron de sus manos y nos decía don Roberto que calculaba en mil las calesitas instaladas, de cuyo montaje él era el responsable, ya que estos ingenios mecánicos se transportaban por partes en camiones y debían ser ensamblados en su destino.

Con la bonhomía de su mirada, explicaba también que vivían con tranquilidad, sin sobresaltos, pero siempre atendiendo a la máxima calidad y la responsabilidad que da el orgullo de trabajar con excelencia. ¿Plusvalía que le dicen y muchos se empecinan en no saber lo que eso significa?

Al equipo se agregaban también herreros, pintores, fileteadores, mecánicos, electricistas. En un momento la sonrisa franca iluminó su rostro al asegurar que para aquel grupo hacer felices a los niños era algo hermoso. Que los chicos se rieran era algo formidable. Realizar artesanía con buen arte, para que todos lo pasen bien, les parecía lo mejor del mundo. Entre anécdotas sabrosas, se incluye el hecho de haber construido calesitas movidas por caballos, con destino a pueblitos perdidos donde no llegaba la electricidad.


Herrero de alma
Cuando lo entrevistamos, Roberto Sequalino tenía 77 años y había comenzado como herrero artístico a los 13 años. Orgulloso de su contacto diario con el hierro, se sentía con tristeza por tener que abandonar toda una vida de trabajo en aquello que tanto amaba. Después insistió en mostrarnos en su terraza una veleta que había construido e instalado para que su esposa supiera leer el misterio del viento. Quizo también mencionar trabajos en rejas y detalles artísticos en hierro que salieron de sus manos y destinadas a edificios que la ciudad había perdido.

Entonces, tomó un libro de Guido Marangoni: "Il ferro battuto" ("el hierro forjado") que le servía de inspiración y que insistió pasara a ser nuestro a través de un regalo que nos hacía espontánea y buenamente para que nos fuera útil en nuestra profesión de arquitecto. Ese volumen integra nuestra biblioteca, protegido por el cariño que la persona de don Roberto nos produjo entonces.


Un mundo de ilusión
Enriqueciendo la poesía de la ciudad a la manera de aquellas flores olvidadas en el interior de algún libro, hoy se pueden reconocer algunas obras de los hermanos Sequalino: la calesita de San Martín y Ayolas que nos alimentó la fantasía cuando llegamos del lejano norte santafesino, más las de plaza López, todo el grupo frente al ingreso al Jardín de los Niños en el parque Independencia, y el tren fantasma, la vuelta al mundo y el tornado frente a la Rural, salieron de sus manos.

Este mundo donde nacía la ilusión estaba en Alvear 1045, hoy reemplazado por un edificio de viviendas. Su entrada la marcaba un caballito de calesita a manera de letrero anunciador. Por eso no debe extrañarse nadie que pase por allí si cree oir el organito de una calesita, o un relincho de madera seguido por gritos de victoria de diminutos jinetes ocupados en alimentar su imaginación montando un Rocinante de fantasía, galopar sobre el lomo de Bucéfalo, y por qué no, devorar la Patagonia sobre aquel Pampero que trae al presente el recuerdo querido de nuestro entrañable indio Patoruzú.

Si esto ocurriera, sería la confirmación de que el tiempo no puede borrar mensajes ensamblados con la piedra, porque el alma de la ciudad atesora para sí aquello que seguirá existiendo en su memoria. Las cosas sin antes, sin ahora ni después. Las cosas y las emociones de siempre, de toda la vida.

(*)Arquitecto

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La calesita de Ayolas y San Martín sigue divirtiendo a los niños.

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