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 domingo, 21 de diciembre de 2003

Trazos de un año que se va
Argentina en los tiempos de la democracia regenerativa

Mauricio Maronna / La Capital

"El éxito de la tarea de gobierno exige la aceptación de ficciones. Para gobernar hay que hacer creer... Hacer creer que el presidente no puede equivocarse, o que la voz del pueblo es la voz de Dios. Hacer creer que el pueblo tiene una voz o hacer creer que los representantes del pueblo son el pueblo", escribió Nicolás Shumway en el libro "La invención de la Argentina", recordando un texto de Edmund S. Morgan.

Néstor Kirchner parece haber reparado en ese párrafo: "Voy a hacer lo que los argentinos quieren que haga", parece ser su leit motiv. El jefe del Estado navega entre la aceptación de las ficciones imprescindibles y un aceitado pragmatismo, dogmas peronistas por excelencia. Políticamente, el 2003 fue un año que vivió en medio de barquinazos, gestos desmesurados por la búsqueda del poder y volatilidad de las creencias populares.

El principal mérito de la actual administración es haber reconstituido el liderazgo presidencial y recreado la esperanza en una sociedad que hasta hace muy poco cantaba "que no quede ni uno solo".

Eduardo Duhalde se transformó en la última garantía para que la política tradicional se mantenga vigente. Fue el único presidente desde el 83 que se fue del poder con mayor imagen positiva que cuando llegó. Sin embargo, el hombre de rasgos duros (con la eterna comisura de sus labios apuntando hacia sus zapatos) tampoco pudo borrar el síndrome de abandonar el poder antes de tiempo, espoleado por los asesinatos de Darío Kosteki y Maximiliano Santillán en el puente Pueyrredón.

Con las asambleas barriales ya despobladas y la oposición fragmentada hasta la exasperación, el PJ dirimió el poder nacional en su propia lucha intestina. La suspensión de las internas le permitió presentar un menú de candidatos que, a priori, facilitaba la llegada al ballottage de alguna fuerza extra-PJ.

Pero la tupacamarización partidaria no era un sello exclusivo del justicialismo. La UCR quedó convertida en cenizas y ni siquiera pudo derramar un mínimo de ejemplaridad en un proceso de elecciones internas dominado por las denuncias cruzadas de fraude y un resultado que decantó tras varias semanas. Leopoldo Moreau, más que un candidato con chances, se convirtió en el dirigente dispuesto a asumir el sacrificio de llegar a los comicios de mayo con una mochila de cemento colgando sobre sus espaldas.

Elisa Carrió, desde el ARI, y Ricardo López Murphy, con el Movimiento Federal Recrear, dividían los votos radicales y le devolvían gentilezas al diseño electoral que había lucubrado el peronismo.

La esperpéntica gestión de la Alianza levantó del quinto subsuelo a Carlos Menem. Amado por los sectores peronistas de recursos más humildes pero odiado por una inmensa franja de independientes, el riojano intentó la quimera de convertirse en presidente por tercera vez.

Duhalde entendió que era la oportunidad de darle el golpe de gracia a su enemigo riojano de la mano de un delfín que pudiera llegar al ballottage, y atraer el voto de quienes consideraban al caudillo de Anillaco como la semilla de las flores del mal.

La negativa de Carlos Reutemann a presentarse como "candidato duhaldista", y las dificultades de José Manuel de la Sota para "mover el amperímetro", hicieron que germinara la figura de Kirchner, uno de los pocos gobernadores peronistas que en el 99 le dio todo su respaldo a Duhalde, condenado a convertirse en el mariscal de la derrota frente a Fernando de la Rúa.

Con la ayuda del frondoso aparato del conurbano bonaerense, el santacruceño llegó al ballottage. La huida de Menem lo depositó en el Sillón de Rivadavia.

Kirchner asumió con un estigma que, prontamente, quedó borrado por la realidad: el Chirolita de Duhalde.

El vigoroso estilo K derrumbó aquella subestimación. Con Kirchner en el gobierno, el justicialismo mostraría nuevamente su inconmensurable capacidad de metamorfosearse. Si durante los 90 se borró del disco rígido aquella estrofa de la marchita que apostrofaba la necesidad de combatir al capital, y se consideraba una herejía cualquier esbozo de acercamiento a alguna organización de sino "progresista", hoy la gestualidad centroizquierdista del presidente no desvela a nadie.

No hay un peronismo, ni dos ni tres: existen tantos peronismos como la necesidad de la coyuntura lo requiera. "Somos lo que los tiempos quieren que seamos", sintetizó en su momento, y con pulimentada lógica, Guido Di Tella.

Kirchner mandó señales de cambiar "el perverso modelo menemista" y luego actuó en consecuencia: Julio Nazareno renunció a la Corte apenas el patagónico utilizó la Cadena Nacional para denunciarlo de los peores males; descabezó cúpulas militares y policiales, metió mano en el Pami, demolió a Eduardo Moliné O'Connor (y va por más) y le sacó el Correo a Macri.

Su pragmatismo a la hora de reconocer la hegemonía global de Estados Unidos tuvo su correlato con las ondas de amor y paz que le retribuyó George W. Bush. "Los coqueteos con Fidel Castro y Hugo Chávez, las declaraciones en la Asamblea de la ONU reivindicando a las Madres de Plaza de Mayo, los desplantes a empresarios europeos y los cruces con el FMI no constituyeron ningún dolor de cabeza para Bush. Acá lo verdaderamente trascendente fue el ingreso de Kirchner al Salón Oval. Nadie sale siendo el mismo una vez que te abrieron las puertas de ese ámbito", razonó en voz alta ante este periodista uno de los pocos "ministros estrella".

La solvencia del jefe de Hacienda, Roberto Lavagna, provocó que el desquiciado rostro de la Argentina haya ido mutando hasta adquirir, al menos, un perfil algo más presentable.

La actual administración tiene aún por delante los desafíos más importantes: convertir a la Argentina en un país previsible y bajar los aterradores índices de pobreza y desempleo. Sin que se cumplan estas últimas dos condiciones la inseguridad seguirá galopando como un caballo desbocado.

El mapa político actual muestra al PJ manejando todas las botoneras. Frente al vacío opositor, los límites al jefe del Estado sólo podrán provenir desde el partido oficialista. Hasta el final de su mandato, la sombra de Duhalde será la comidilla de todos los análisis. Tomando distancia del estilo K, queda claro que la renovación política, el recambio dirigencial y la aparición de nuevas caras son ítems todavía vacantes.

Frente a la imponente marea del PJ en las provincias y en el Parlamento no es descabellado remarcar algo que casi todos los escudriñadores de la realidad dejaron pasar por alto: los cacerolazos no lograron llevar a la práctica el "que se vayan todos" pero sí consiguieron imponer una nueva forma de control social sobre el poder.

Sobre el cierre del año, la catarsis de Mario Pontaquarto es un fresco que describe con pelos y señales los fracasos de la democracia. Frente a los sobornos en el viejo Senado de la Nación (el escándalo institucional más grave desde el 83), la mayor parte de la dirigencia política prefirió encerrarse en la defensa corporativa antes que depurarse a sí misma.

El Poder Judicial se puso la venda no para honrar aquel concepto de Ulpiano (dar a cada uno lo suyo), sino para permanecer ciega ante lo evidente. Habrá que ver si esta vez el que las hizo las paga.

En Santa Fe, el año político se cerró con una costumbre que lleva dos décadas: el triunfo del justicialismo. La ley de lemas (una norma amañada y poco sustentable de cara al futuro) es el instrumento electoral ideal para los partidos que juegan en equipo y al límite del reglamento. Contra los pronósticos mayoritarios de los encuestadores (esos falsos gurúes de la democracia que produjeron papelones el 7 de septiembre), Jorge Obeid recibió por segunda vez los atributos de manos de Carlos Reutemann, el gran elector.

La catástrofe hídrica en la capital provincial, cierta inacción en la administración provincial después de que el gobernador le dijera "no" a la presidencia de la Nación y la empatía entre Kirchner y Hermes Binner hicieron creer a muchos que al PJ le había llegado la hora de morder el polvo de la derrota.

El formidable caudal de votos que recibió el Lole (un reconocimiento por haber mantenido a Santa Fe sin bonos y con las cuentas equilibradas mientras el país se columpiaba entre el abismo y la extinción) derramó sobre su módico postulante (Alberto Hammerly) y engrosó al lema justicialista, permitiéndole mantener el invicto en la posdictadura.

Los primeros pasos del socialista Miguel Lifschitz en el Palacio de los Leones son auspiciosos. El nuevo intendente se muestra como un hombre tolerante, sin sectarismos y conocedor de que en los barrios hay un "Rosario profundo" que está solo y espera. La amplitud que se le reconoce no se agota en un registro de su personalidad, sino que constituirá la clave para garantizar la gobernabilidad en la ciudad.

El 2004 debería ser el comienzo de una democracia regenerativa que repare la enorme deuda social que se traslada desde la promesa jamás cumplida por Raúl Alfonsín: demostrar que con más y mejor política se come, se educa y se cura.

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Luego de la asunción, Kirchner impuso un nuevo estilo de hacer política.

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