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 domingo, 21 de diciembre de 2003

Concurso
La vida y la muerte en la calle
"La espera" es el nombre del cuento basado en la obra de Leónidas Gambartes que resultó ganador del certamen "Para que hablen los cuadros"

Juan Ignacio Luque

Sólo noventa y cinco centavos se divisaban en la pequeña lata que el mendigo había sostenido durante todo el día. Ya entrada la noche, la crudeza del invierno comenzaba a recordarle al pobre hombre que su vida carecía de experiencias que pudiera recordar con una sonrisa en la cara. Sus últimas alegrías se las había otorgado un perro que vivió junto a él durante más de dos años, y ahora había desaparecido. La luna llena reemplazaba la falta de luz de aquella calle céntrica dañada por el vandalismo juvenil y abandonada por las autoridades de la ciudad.

Cualquier persona que viera a un hombre con el aspecto desteñido y desdichado de aquel pobre mendigo en una noche como esa, aceleraría el paso e intentaría olvidarse rápidamente de ese rostro hostigado por la pobreza y por el dolor. Pero un hombre se detuvo ante él. Un hombre alto, delgado, de tez casi pálida que acarreaba consigo una sensación de poder y riqueza. Vestía un traje totalmente blanco, mocasines negros, una corbata roja, y una galera blanca. Pero el detalle que más le llamó la atención al mendigo fue el bastón en el que apoyaba su brazo derecho. Una larga vara, de color negro, que tocaba el frío piso con una punta metálica parecida a la punta de una espada o un puñal. El mendigo miró al hombre a los ojos, y por un momento sintió temor. Esperaba que le diera una moneda y se fuera, o que se largara sin darle nada; pero no quería verlo más. El miedo del mendigo se hacía cada vez más grande. El hombre que lo miraba fijamente llevaba a su alrededor un aire amenazador, pero toda persona que se para ante un mendigo tira una moneda, y no había en realidad motivo para pensar que esta podía ser la excepción.

Treinta segundos se observaron mutuamente, inmóviles, notando sus diferencias y sabiendo que estaban totalmente solos en esa vereda. Treinta segundos esperó el mendigo a que el hombre hiciera algo, pero esos treinta segundos le parecieron treinta milenios. Y el hombre finalmente se movió. Levantó el bastón con su mano derecha y con suma violencia lo clavó en el pecho del mendigo, que nada pudo hacer para evitar esa puñalada. El mendigo quedó casi inmóvil en el piso, y el hombre se fue caminando como si hubiese entregado una moneda en lugar de un golpe mortal. La sangre brotaba del agonizante mendigo como la luz brota del sol. El piso comenzaba a teñirse de rojo, y el mendigo se hundía en su propio dolor, que no le permitía siquiera gritar. Estaba aislado en la noche, al borde de la muerte y sin una explicación que al menos le diera un poco de lógica a su agonía. Cerró sus ojos y se olvidó del dolor, sintió que algo raro estaba pasando. Cuando volvió a abrir los ojos estaba sentado contra la pared, con su perro al lado. En el piso no había rastros de sangre, y en su lata ni una sola moneda. No podía entender qué había sucedido, pero le agradaba. De pronto, involuntariamente, cerró los ojos. El dolor volvió, y se hacía más pronunciado mientras intentaba abrir los ojos y esperaba que, al abrirlos, estuviese el perro a su lado y el piso permaneciese limpio. Nada de eso pasó. Cuando abrió los ojos volvió a la fría y solitaria noche de su agonía. Miró a su alrededor y seguía totalmente solo. Estaba predestinado a morir y nadie iba a hacer algo para evitarlo. Sus ojos se cerraron nuevamente, y el dolor quedó atrás. Sus párpados se separaron y sintió el caliente aliento de su perro en la cara. Una sonrisa se le dibujó automáticamente. Era de día y la vereda estaba llena de gente que se detenía a arrojar unos centavos en su lata, que ahora albergaba más de dos pesos.

Miró hacia el cielo, que se encontraba totalmente despejado, y la fuerte luz del sol le hizo cerrar los ojos. Una vez más se encontró con el tormento producido por aquella puñalada, que parecía ya lejana en la noche a pesar de que sólo habían pasado unos minutos desde el cruel acto del misterioso hombre. El mendigo comenzó a arrastrarse hasta la calle, esperando que un auto pasara y acabara con la agonía que se hacía cada vez más dolorosa y parecía no tener fin. Sacó fuerzas de la nada, y llegó al medio de la calle, y esperó. Sintió el ruido de un vehículo que se acercaba. Parecía algo grande, un camión o alguna camioneta. El ruido era cada vez más cercano, pero no podía ver a qué distancia se encontraba su muerte debido a que no tenía suficiente energía como para girar su cabeza. Cuando ya sintió el ruido sobre él, sus ojos se cerraron. Los abrió y estaba nuevamente con su perro, en la vereda llena de gente que le entregaba dinero, y la sonrisa se le volvió a dibujar en el rostro. Se había olvidado de la noche fría, del hombre vestido de blanco, de la puñalada, del dolor, de la agonía. Estaba siendo feliz. Luego de un rato de estar sentado, y de observar a cada una de las personas que pasaban frente a él, notó entre la multitud a un hombre alto, vestido de blanco, con mocasines negros y corbata roja. Su galera blanca y su bastón negro lo hipnotizaron. No sabía por qué, pero ver a ese hombre le trajo dolor. Un sentimiento que no solía sentir dentro de él se despertó, el odio. Se paró, y buscó en su bolsillo algo. Encontró un puñal, lo miró detenidamente, buscando una explicación a esa situación que no entendía, y luego se arrojó sobre el hombre de blanco, y le clavó el puñal en el cuello. Una vez más miró la cara del hombre, y lo único que sentía era dolor, pero ningún recuerdo ni señal de por qué lo había matado. No pasó ni un solo segundo, y el mendigo se arrepintió de haber matado a ese desconocido.

Cerró sus ojos y no sintió absolutamente nada. El dolor, la felicidad, todo había desaparecido. Y cuando sintió la luz en su cara y entreabrió sus ojos notó algo diferente. Se miró a sí mismo y no era él. Su piel era casi pálida, sus manos eran diferentes. Estaba vestido con un traje blanco. Miró su pecho y tenía una corbata roja. Sobre su cabeza sentía un sombrero. Llevaba puestos unos mocasines negros, y en el piso yacía tirado un bastón negro. Cuando sus ojos miraron más allá notó que estaba en un restaurante. No entendía qué pasaba, y el miedo lo envolvió. Se paró tomó el bastón y se marchó. Iba a buscar su vida, y su muerte, a la calle.

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"La espera" (1960) sirvió de inspiración para el cuento.

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