| domingo, 21 de diciembre de 2003 | Educación: Imagen de una escuela viva Marcela Isaías / La Capital "Valeria, Juan, Facundo, Mariana...". Una inconfundible voz docente va nombrando uno a uno a los que todavía son alumnos de la escuela. Medallas y diplomas se confunden en el escenario, mientras los aplausos y lágrimas se prolongan por encima de la nómina de estudiantes. La imagen es común por estos días. No hace otra cosa que reflejar una escena más de la vida escolar. Pero, si se quiere, una imagen que permanece más allá de los cambios y fracturas acontecidos en la escuela.
En lo que dura el acto de promoción de quienes ya terminan el secundario pasa un sinnúmero de instantáneas tomadas de la memoria individual y colectiva. Esas mismas que todos los días construyen una cultura tan propia y única como es la escolar. Izar la bandera, formar en fila, sentarse en bancos (en rueda o en fila), mirar al pizarrón, pasar al frente, todos rituales inconfundibles de las aulas.
Son los que prevalecen por sobre las malas experiencias y las que pasarán de allí en más a constituir un anecdotario de imágenes al que aportan alumnos, padres y docentes: una carpeta de jardín que se acerca, una foto de los grados anteriores, recuerdos de los primeros paseos solos, los miedos de los padres y los retos de los maestros. La lista en cada cierre es enorme y cobra significación según quién la tome. Así, los padres rescatan los valores, los maestros hablan de logros y los chicos de sus amigos.
Nada es casual. Hacia el siglo XIX, cuando la escuela se formó como institución, necesitó de estas imágenes. Fue la forma que encontró para que sus alumnos se identificaran con sus fines, que al decir de los historiadores debían ser para todos por igual: pertenecer a una misma Nación, de iguales ideales. No era porque sí. La inmigración que llegaba al país marcaba ese rumbo. Se buscó entonces borrar las diferencias en busca de este sentido de unificación.
La decisión tuvo sus costos: se taparon, por así decirlo, las diferencias y se desplazaron de esa manera las singularidades de los alumnos, de las regiones y las diversidades culturales. Una revisión histórica permitió empezar a hablar de estas marcas, a cambiar el rumbo y valorizar lo que antes se intentaba ocultar.
Más allá del significado que el rito de este acto escolar ha tenido a lo largo de la historia, lo cierto es que estos festejos han cambiado en su forma de expresión con las épocas. Esto lo señala Raquel Gioffredo, docente de la carrera de Filosofía que se dicta en el Normal Nº 2 de Rosario, al afirmar que "para bien se han ido dejando de lado muchas formalidades y para dar paso a un mayor protagonismo de los chicos".
Algunas señas de estos cambios la dan los mismos adolescentes, que irrumpen ahora en la escena anteriormente acartonada de la entrega de medallas y diplomas "con hinchadas y barras propias, que cada uno lleva para festejar a los compañeros preferidos". También, "la posibilidad de elegir a los docentes que entregan los reconocimientos", que dejan de esa manera de ser los impuestos por la institución.
Para Gioffredo, estas son marcas que muestran "cómo los adolescentes han podido atravesar ese umbral estereotipado de los actos". Pero, por sobre todo -señala-, habla de algo mayor: una escuela más abierta -aunque con ritmos más lentos a lo esperado- a los cambios y manifestaciones de la cultura juvenil".
Según sostiene Raquel Gioffredo, también docente de la Universidad Nacional de Rosario, el centro en estas manifestaciones "pasa a ser el vínculo docente y alumno", mientras que los padres "acompañan". Los roles también indican que "los actos ya no son sólo de los adultos sino que los jóvenes tienen su lugar de expresión".
Ritual o no, los actos escolares donde se celebra una nueva promoción de alumnos se muestran ahora en un terreno más ligado a lo afectivo que a lo protocolar, afirma Raquel Gioffredo. "Y eso le hace muy bien a la escuela, habla de un sistema que debe ser democrático y donde hay lugar para los afectos". En definitiva, "muestra una escuela que está viva".
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