| domingo, 10 de agosto de 2003 | Charlas en el Café del Bajo —Continuemos con la charla de ayer Inocencio (los que no la hayan leído y deseen hacerlo pueden acceder a www.lacapital.com.ar y "cliquear" en Opiniones). Usted me preguntó ¿Qué sentido tiene la vida cuando hay tanto sufrimiento? Se supone fácil hablar del sufrir desde detrás del escritorio del escaso dolor o de cierto bienestar, pero como la pena ha golpeado a mi puerta muchas veces y sin pedir permiso se sentó en el diván de mi alma, voy a responder a su pregunta. Yo estoy convencido de que Dios jamás permitirá que el dolor se presente sólo en nuestras vidas, creo que le pide a la esperanza que vaya detrás de él. Ahora bien, hay distintos grados de sufrimiento por lo que es posible aquello de "esperar contra toda esperanza". Sin embargo, el dolor más grande que debe afrontar el hombre se presenta con el misterio de la muerte. ¿Se puede esperar en ese instante contra toda esperanza?
—No voy a formular preguntas hoy, sólo lo escucharé.
—La muerte nos enfrenta con el más grande de todos los dolores y necesariamente, de una forma u otra, nos enrostra también la eterna duda existencial: ¿Está Dios? Si Dios existe, la muerte no es más que una dificultad más (grande por cierto) en el devenir de la eterna existencia del "yo". No es más que un pasaje de un estado a otro. Pero si Dios no existe entonces la muerte significa para el "yo", para el hombre en su individualidad, la más grande y definitiva de todas las tragedias. Muchos pensadores han afirmado que Dios y la idea de un "paraíso" no son más que un sueño, una ilusión del hombre para sofocar el miedo al final. Afortunadamente, y para no volver siempre al sustento de la fe religiosa, uno de los más grandes científicos que ha dado la humanidad, nada menos que Albert Einstein, nos ha dejado un principio físico y una frase maravillosa: "En el universo nada se pierde, todo se transforma" y su frase, de una dimensión cósmica impresionante: "Dios no juega a los dados". Lo ha dicho él, nada menos que el emperador de la física, las matemáticas, de las fórmulas y los cálculos, el descubridor de la teoría de la relatividad. En el libro que me acaba de prestar mi desconocida lectora, Juan Pablo II, otro gran hombre, dice que Dios no se desentiende del sufrimiento humano y tanto es así que envió a su Unigénito para que sufriera con nosotros y darnos un mensaje de fe: "En el mundo tendrán que sufrir, pero tengan valor, yo he vencido al mundo". Un agnóstico o un ateo podrá exclamar: ¡Qué Dios cruel! No sólo permite el sufrimiento del hombre, sino que envía a su propio hijo para que padezca. Pero quien haga una lectura profunda y objetiva de la cuestión, comprenderá que estamos en todo caso ante un Dios que está dando un mensaje que dice algo por el estilo: "Para que la creación sea posible y tu evolución eterna, no puedo evitar los pares de opuestos (vida-muerte). Es incomprensible y duro para tu nivel existencial, lo sé. Por eso te envío a mi Ungido para que te asista en este paso". El judeocristianismo no se cansa de decir: no teman y recurrentemente da testimonio de la transformación, del paso de un estado a otro sustentado en otro nivel por Einstein. Lo hace cuando plantea que para llegar a la Tierra Prometida el pueblo de Israel debió soportar primero la esclavitud y la soledad del desierto. Lo hace cuando nos dice que para la resurrección debió haber primero una muerte de cruz. Los días templados y soleados son maravillosos, pero ¿Se ha imaginado usted un mundo sin nubes, sin lluvias? Yo creo, Inocencio, que debemos aprender a aceptar los días de lluvia, no con resignación, sino con esperanza. Usted me dirá: ¡Es muy fácil decirlo! Y tiene razón, es tremendamente difícil permanecer en paz ante el infortunio, muchas veces imposible. ¿Qué haremos entonces? Esa es la otra gran pregunta que no tiene, por más vuelta que le demos, sino una gran respuesta: luchar desde la esperanza, la fe y el amor y darle un sentido a nuestra existencia o postrarnos y concluir en que nada tuvo sentido o si lo tuvo en realidad no fue un sentido demasiado trascendente. Pero esto último no sólo es patético, sino que además es en cierto sentido soberbio, porque a lo desconocido, a lo que no percibimos ni comprendemos lo damos como inexistente. Yo, como no estoy dispuesto a abdicar de lo que creo, me despido de usted Inocencio, con una oración: "Dios de toda la creación, te ruego, desde mi imperfección, por todos los que sufren. Dales fuerza y fe mientras están en la experiencia de la amargura y te pido también por todos los que tenemos paz. Danos fuerza para que la compartamos con aquellos que hoy están en el desierto, aunque más no sea a través de una humilde oración, como ésta, que sale desde lo más profundo del corazón".
Candi II
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