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 sábado, 09 de agosto de 2003

Editorial
El terror y sus causas

El arranque del siglo veintiuno trajo consigo una nueva forma de la guerra: a partir de la destrucción de las Torres Gemelas neoyorquinas, el terrorismo fundamentalista de raíz islámica se convirtió en el enemigo principal de la cultura occidental encarnada por la democracia representativa y la sociedad de consumo cimentada en el sistema capitalista.

Una absoluta intolerancia signa la relación entre ambas cosmovisiones: para los fanáticos de grupos como Al Qaeda, el único modo en que se puede tratar con Occidente es eliminándolo; desde el otro lado, los esfuerzos en construir puentes que busquen unir lo que hoy está separado y enfrentado tampoco se han destacado por su lucidez y constancia. La sangrienta invasión angloestadounidense a Irak -pese a la ostensible cualidad dictatorial del régimen liderado por Saddam Hussein- constituye un ejemplo preciso de cuál fue el camino que la principal potencia del mundo eligió para resolver los problemas.

El brutal atentado que tres días atrás destrozó un hotel en la capital de Indonesia, Yakarta, con un saldo de catorce muertos, se convirtió en un eslabón más de una cadena que promete ser extensa. El terrible acostumbramiento que se ha producido en torno a esta clase de noticias aletarga la sensibilidad e impide, en muchos casos, comprender la dramática dimensión que inevitablemente poseen los atentados de carácter suicida, que por sus tan particulares características se erigen como extremadamente difíciles de impedir. Es que al renunciar a la huida, el agresor multiplica su grado de peligrosidad hasta niveles insospechados.

La potencial solución a este drama de profundo anclaje cultural se presenta, por ahora, como inaccesible. El eje de las políticas occidentales debería pasar por evitar que el fenómeno terrorista se expanda entre la juventud de las naciones islámicas. Sin embargo, esa crucial batalla parece estar hoy perdiéndose.

Si bien el enemigo es implacable y astuto, la soberbia no constituye un punto de partida adecuado para derrotarlo. Y la vía militar dista de ser la única. Mientras persistan las brutales diferencias económicas que signan el panorama global del presente, así como la sordera que parece definir la actitud de las naciones poderosas a la hora de atender los reclamos de las más débiles, los fundamentos del odio seguirán siendo sólidos.

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