| domingo, 06 de julio de 2003 | Personajes y destinos: El día que conocí Nazaré Hoy escribe: Norberto Luppi (*) Había finalizado la exposición en Santiago de Compostela (España) y debía cumplir con una invitación en Lisboa. Por la mañana, junto a mi esposa y un automóvil alquilado, partimos desde Galicia rumbo a Portugal. Al entrar al llamado Jardín de Europa pasamos por una campiña de un verde fresco y lozano y conocimos hermosas ciudades como Oporto, Aveiro, Coimbra, Leira y el Santuario de Fátima. Cuando el día estaba en su ocaso y llegaba la noche, tomamos la decisión de pernoctar en el primer pueblo a nuestra vista y ese lugar fue Nazaré.
Nos alojamos en un viejo hotel frente al mar. Durante nuestro descanso escuchábamos romper las olas casi en la puerta de nuestra habitación. Al despertar descubrimos una hermosa playa con arena suave y dorada, con un mar totalmente azul, cargado de esencia de yodo. En ese mismo momento vimos cumplir con las antiguas faenas del arte de la jábega, con el maestre, llamando a sus hombres al trabajo. Estos echan a correr y ayudan a empujar una barquita, el "candil", hasta el mar. A fuerza de remos vencen a las olas y van soltando las primeras redes con sus boyas de corcho. En la playa se quedan los que sujetan la soga. Durante este tiempo las olas ruedan bajas y una de ellas ha de traer la barca y la soga que cierra la red. Cuando todos ayudan a izar la red aumenta la alegría y el esfuerzo se transforma en entusiasmo en el momento que el pescado salta y brilla en la playa.
Camisas de ajedrez Luego los pescadores, que generalmente van descalzos con sus calzones de escocés ajustados al tobillo, los pantalones de lana, sujetos por un fajín negro con seis vueltas a la cintura, las camisas también de ajedrez y los gorros negros en la cabeza, se sientan en la playa a coser las redes, y se cuentan las peripecias de su faenar en el mar, preparando los aparejos para la próxima pesca. Ahí muy cerca se alinean sobre estacas los "paneiros" en los que mujeres, que sonríen en el vuelo de sus siete faldas, o que lloran vestidas de luto, por los maridos, por los hijos, o por los padres que el mar se llevó, ponen a secar el cazón y el chicharro.
El día transcurre en una confesión de leyenda y milagro de tradición y color, a orillas de un sorprendente paisaje de mar y de playa, pronunciada por la voz y el alma de los pescadores y de las mujeres de Nazaré.
Cuando la luz dorada del atardecer abraza el vasto paisaje del arenal, de casitas blancas, con sus calles angostas, entramos a un comedor de techo bajo y poca luz, donde el lenguado y la langosta son extraordinariamente sabrosos, y el vino ligero, fresco y seco. A la hora del fuerte café portugués, el mesonero nos invitó a tomar una copa de licor de enebro. Ya es noche y una canción se oye por encima del viento que ruge afuera. Es el "fado" portugués, cantar cuyo nombre deriva de la palabra "destino". Vibra de angustia y de melancolía. Es tierna, sentimental y llega al corazón. Lo acompaña palpitante el lamento sonoro de una guitarra.
Al dejar esta antigua aldea, nos damos cuenta que ahí, la tradición es un viaje que parte del eterno movimiento de las mareas y llega siempre al alma nostálgica de un pueblo que se expresa con alegría, piensa con sencillez y reacciona con emoción y solidaridad.
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