Año CXXXV
 Nº 49.595
Rosario,
domingo  08 de
septiembre de 2002
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La masacre de Munich 72
Cuando la muerte marcó a los Juegos Olímpicos
Ex deportistas rosarinos rememoran el asesinato de 11 israelíes

Rodolfo Parody / La Capital

Los Juegos deben continuar". La frase fue pronunciada por el presidente del Comité Olímpico Internacional, Avery Brundage, horas después de que 11 atletas judíos fueran masacrados por Septiembre Negro, un grupo terrorista palestino que el 5 de septiembre se infiltró en la villa olímpica de Munich y los tomó de rehenes, con el objetivo de lograr la liberación de 200 árabes presos en cárceles de Israel. El desenlace fatal enlutó a los Juegos Olímpicos del 72, que pese a todo prosiguieron con la deserción del resto de la delegación israelí y de atletas judíos que representaban a otros países. Esos Juegos de la muerte tuvieron de testigos a varios rosarinos, quienes al igual que los demás deportistas, no tomaron exacta dimensión de lo que ocurría a su alrededor. Recién con el paso del tiempo tomaron conciencia del horror.
Para Alemania, la organización de los Juegos era una excelente ocasión de borrar aquella triste imagen que habían dejado las Olimpíadas de Berlín 36, cuando Adolf Hitler quiso mostrar al mundo las "virtudes" del nazismo y la supremacía de la raza aria. Como una señal de cortesía, el ex boxeador rosarino Francisco Risiglione, medalla de bronce en aquellos Juegos, fue invitado especialmente a Munich, lo mismo que otros medallistas, como el mítico atleta negro Jesse Owens.
Fueron los Juegos del nadador estadounidense Mark Spitz, ganador de 7 medallas de oro -récord inigualado-, y de la gimnasta rusa Olga Korbut, que deslumbró en la barra de equilibrio.
Fueron los Juegos de la frustración para el remero rosarino Alberto Demiddi, que llegaba precedido por un título mundial y que fue en busca del oro. Al final debió conformarse con la medalla de plata. En realidad, para un obsesivo como él, no hubo conformismo. Se encerró en su pieza y no asistió al agasajo que organizó una reconocida marca de bebida gaseosa.
Mientras los deportistas sólo pensaban en competir, en otros ámbitos se planificaba cómo evitar cualquier catástrofe. Pocos días antes del inicio de los Juegos, el gobierno alemán recibió información de posibles atentados en Europa, lo que redobló el despliegue de efectivos. Para reforzar la seguridad se dispusieron estrictos controles alrededor de la villa olímpica y el estadio: 15.000 policías, 25 helicópteros, 12.000 soldados y un centenar de agentes de contraespionaje formaron parte de un despliegue inusual para unos Juegos Olímpicos.
El operativo tuvo sus resquicios, según contó la ex nadadora rosarina Patricia López Muñiz: "Algunos entrenadores argentinos no residían en la villa y los atletas les dábamos la ropa de la delegación para que pudieran entrar sin inconvenientes, mientras que nosotros lo hacíamos con las credenciales".
Cuando a las 4.30 del 5 de septiembre varios hombres vestidos de atletas saltaron el alambrado de la villa olímpica, un empleado de correos imaginó que eran deportistas que regresaban de trasnochar. Lo cierto es que eran 8 guerrilleros de Septiembre Negro, quienes ocultaban sus armas en bolsos deportivos. A los pocos minutos llegaron al edificio de la calle Connolly, en donde se hospedaba la delegación israelí y golpearon la puerta. Cuando el entrenador de pesas, Moshe Weinberg, de 33 años, les abrió, forcejeó con los intrusos mientras les alertaba a sus compañeros de lo que estaba sucediendo. La actitud valerosa le costó la muerte: fue atravesado por una ráfaga de balas.
La segunda víctima sería el pesista Joseph Romano, de 32 años. Para otros 9 israelíes comenzaría un calvario de trágico final. Más afortunados fueron los 6 que huyeron por una puerta de emergencia. A los pocos minutos, trescientos policías se apostaron alrededor del edificio.
Las negociaciones comenzaron a las 9.35. Los terroristas exigieron la liberación de 200 árabes presos en Israel y un avión de salvoconducto para huir de Alemania con los rehenes israelíes. El principal interlocutor fue el jefe de la policía alemana, Manfred Schreiber, quien se ofreció junto a dos oficiales de alto rango para suplantar a los deportistas secuestrados. La oferta fue rechazada de plano.
Desde el gobierno de Israel, la primera ministra Golda Meir se mantuvo inflexible y no quiso negociar con los terroristas. Consideraba que, si cedía, sería un mal antecedente que podría desencadenar en nuevos secuestros. Sí puso a disposición el aparato de inteligencia israelí, pero para el gobierno alemán era un desprestigio y lo desechó.
Desesperado, el canciller alemán Willy Brandt hizo gestiones con Egipto para que acogieran a los palestinos, pero se les respondió que no querían verse involucrados en un acontecimiento de tal dimensión.
Al final, dos minutos antes de las 10 de la noche, los terroristas partieron del edificio con los atletas israelíes, abordaron un colectivo y se trasladaron hasta dos helicópteros que los llevaron hacia el aeropuerto militar de Fustenfeldbruck. Se acercaba el final.
El aeropuerto en penumbras fue parte de la estrategia para desbaratar la huida de suelo germano. La pésima planificación desencadenó lo peor. Primero descendieron dos miembros de Septiembre Negro para verificar el avión. Luego lo hicieron otros dos con dos rehenes. En ese instante la pista fue alumbrada con bengalas y focos. Comenzaron los disparos. Los palestinos asesinaron a los 9 deportistas rehenes. Además falleció un policía. De los raptores, sólo se salvaron tres.
Los Juegos se suspendieron por un día. En el estadio olímpico de Munich se realizó un homenaje a las 11 víctimas israelíes. Sus compañeros se presentaron vestidos de luto, acompañados por 3000 atletas de diferentes países y 80.000 espectadores. La delegación de Israel retornó a su país, mientras que los Juegos continuaron, en una decisión que hoy sigue generando polémica. Pocos días después el Mossad, el servicio secreto israelí, organizaría la venganza, asesinando durante una década a los responsables de la masacre. Los Juegos Olímpicos ya no fueron lo mismo. Una vez más, y como nunca, la política se infiltró en el deporte y lo tiñó de sangre.



Patricia López Muñiz y Guille Segurado, en Muñich.
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