Los partidos alimentan al gigante. Los triunfos lo engordan hasta hacerlo invencible. Es una de las pocas historias cíclicas que aún conservan los mundiales de fútbol. Brasil llegó a la Copa del Mundo deshilachado por una eliminatoria descarnada en la que perdió encuentros inéditos y además debió soportar el paso arrasador de su archienemigo Argentina. Pero a la hora de los bifes bien cocidos contó con las bondades de un sorteo inmejorable (beneficio que Argentina conoció en 1998) y a fuerza de resultados positivos y actuaciones poco convincentes -y prebendas arbitrales- se instaló en los octavos de final casi sin esfuerzo. Allí comprobó que las penurias siempre están dispuestas a aflorar ante cualquier descuido. Entonces las individualidades se encargaron de disimular sus precariedades ante Bélgica. Para el partido de ayer con Inglaterra ya era otro. A su juego lo llamaron. No existe peor veneno para los rivales del scratch que enfrentarlos cuando ellos empiezan a sentirse en el rol de protagonistas. El gigante despertó y está a las puertas del pentacampeonato. Sólo su inveterada soberbia para sentirse superior siempre podría jugarle una mala pasada.
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