Mauricio Maronna / La Capital
Marcelo Bielsa me produce más curiosidad que la inmensa mayoría de presidentes, ex presidentes, diputados, senadores, gobernadores, sociólogos o politólogos (y tantos otros ólogos) a los que tuve oportunidad de entrevistar como periodista político. Creo que es por el único por el que escribo en primera persona, algo que detesto. Sus palabras en las conferencias de prensa (que al gordito rubio de Telenoche les aburren) me parecen de un sentido común que envidiaría cualquiera de los que hoy quieren erigirse en patrones morales de la Argentina. Su cabeza gacha, su mirada laberíntica (como de furia contenida), su poco apego a la demagogia, su desprecio por quienes hablan o escriben sin haber hecho nunca un ejercicio de tesis-antítesis-síntesis me vienen propias de alguien que está convencido (en un país de charlatanes) que hay un único camino que desemboca en la cima: honestidad y trabajo, mucho trabajo. Apenas tuve con él tres contactos fugaces, ni sabe quién soy. Después del humillante 6-0 que nos propinó San Lorenzo en una noche diabólica y tormentosa de Copa Libertadores logré entrar al camarín solamente para decirle cuatro palabras: "No afloje, siga adelante". Como canta Spinetta me observó con la mirada perdida en la nada, con esa pinta de genio loco a lo Einstein, y me contestó sin contestar: "Gracias". Unos días después de haberle ganado a Boca en la mismísima Bombonera con las manos de Dios del Gringo Scoponi, lo entrevisté telefónicamente para la humildísima FM Primavera (en un programa que no escuchaba ni el operador de la radio) y, lejos de hablar del partido, terminó recomendándome dos libros: "La hoguera de las vanidades", de Tom Wolfe, y "La conjura de los necios", de John Keneddy Tool. El tercer contacto fue una noche, en un restaurante de 27 de Febrero y Sarmiento: no había más de diez comensales. El llegó, saludó a todos con la formalidad más gélida y se pasó una hora con sus ojos clavados en una pintura surrealista. Supongo que se cansó de tantas miradas escrutadoras y cholulas: se levantó y se fue. Cuando lo nombraron técnico de la selección tuve la sensación de que por una vez en este país se había premiado la sabiduría por sobre el marketing berreta. Y volví a sentir que el fútbol me hacía feliz. Llegó al Mundial sin haberle dado entrevistas exclusivas a los dueños del fútbol. A esos que ahora están esperando la caída para sacar el puñal y clavárselo en el lugar que más duele. Ahora, cuando vienen los suecos, y se me revuelven las tripas de los nervios (ya puse alfileres en la foto de cada uno de los integrantes del equipo nórdico) vuelvo a recordar ese genial cuento del Negro Fontanarrosa (canalla, pero inmensamente talentoso) en el que esperaba una señal de los pájaros para descifrar el resultado de un partido clave. Pero más recuerdo la promesa que le hizo a su hermano Rafael un domingo lluvioso en el bucólico paisaje del Liceo de Funes: "Si le hacemos cinco goles a Central, me corto un dedo". Por suerte les hicimos cuatro. Si Argentina queda eliminada será, nada más ni nada menos, que la comprobación de que, a diferencia del sueño americano, en este desolado país nunca triunfan los que merecen estar destinados al éxito. Cruzo los dedos. Qué bueno sería tener la valentía de ofrendar el índice derecho. Como cuando el Loco lo prometió, un día antes de cambiar la historia en Arroyito.
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