Nicolás Rosa (*)
Cuando Sarmiento, en "Facundo" -retomando una larga tradición que recalaba en el Romanticismo-, reinaugura la dicotomía "civilización o barbarie", resumía en esta antítesis la relación diádica que gobierna la historia nacional, pero también el imaginario colectivo del pueblo argentino, y en otras hipótesis más peregrinas, la civilización occidental. Buenos Aires -todavía suma no integrada de barriadas- y el interior, provincianos y capitalinos, federales y unitarios, territorio confederado y Nación mitrista: una operación de repartición en la que puede entreverse la relación conflictiva entre los "nuevos proletarios" (de la cultura) y los "burgueses informáticos" (la Bolsa telemática y universal). Ahora asistimos a nuevas reparticiones y segregaciones que tienden no a revocar sino a confirmar las antiguas distinciones entre lo local y lo global, entre el mundo bursátil y la ingeniería de las nuevas formas de intercambio virtual donde los cuerpos y el papel moneda desaparecen, y la cultura que no podemos menos que llamar "ancestral" -si despojamos a esta palabra de su rezago de tradición y relevamos su carácter de fundamento-, de los "pueblos", así como aparecen en los documentos de las unidas provincias de la Confederación: el íntegro de la comunidad argentina, siempre sujeto a las expropiaciones de las nuevas migraciones (coreanos, japoneses, boliviano, paraguayos y hasta chinos). Lo local, lo provincial (y Freud llamaba "provincias" a las distintas instancias del aparato psíquico para marcar el grado de desterritorialización de las zonas: una política del sujeto psicoanalítico), es la base datable de la cultura, de la cultura no in-formatizada, sino versátil y vernacular, la cultura de la domesticidad, del domus": la localidad del ámbito familiar, la cultura casera, allí donde se aprenden las reglas del anclaje humano y los órdenes -a veces incestuosos- de la filía. La "luz de las crueles provincias", para reeditar formas leguleyas y testamentarias de las colonias y con ellas a nuestro amigo Héctor Tizón, es la luz sangrienta del Chacho, de Don Estanislao (López), de Bustos, del panfederalista Artigas (el del Congreso del Arroyo de la China), que es la luz de los pactos, pactos que existen para ser violados. Las paupérrimas provincias -desconcertadas por la burografía capitalina-, esas "localidades del interior", formadas por el sustrato pleistocénico de la pampa de arriba, son el registro negativo de la así llamada "renta nacional" y las políticas usureras de la "coparticipación". Las provincias, vengativamente, incrementan la riqueza del catastro escriturario, desde Martiniano Leguizamón, Fausto Burgos, Alcides Greca y, para ser más locales, Horacio Correas, Irma Peirano, Vila Ortiz, Rafael Oscar Ielpi, Hugo Padeletti, Juan José Saer, Angélica Gorodischer, Roberto Fontanarrosa, Aldo Oliva, Héctor Piccoli, Milita Molina y tantos otros en que la luz aciaga del espíritu libertario se trasmuta en una lucidez extrema. Lo global es siempre una irrisión de lo universal y lo local siempre encierra lo universal. Si los mercados globalizados operan con una universalidad electrónica y massmediática -el último extremo de la ficcionalidad virtual-, lo local siempre exigirá, tarde o temprano, una reivindicación histórica. Y si se permite una apostilla autobiográfica, quien esto escribe, personaje errabundo por "tres mundos", siempre reclamará con vigor una calle (Ocampo), una barrio (del Parque), una ciudad (Rosario) junto al río móvil, en el insolente sol del verano santafesino. Lo local siempre reclamará sus derechos. (*)Doctor en literatura, docente de la UNR
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