Qué tiene de interesante la historia reciente del fútbol colombiano que pueda cautivar al lector de esta parte del mapa sudamericano? Esa es la pregunta que repiquetea constantemente al realizar este trabajo investigativo. Y la respuesta surge al recordar las vivencias de Barranquilla del paso de Central ante Junior por la Copa Libertadores, los rostros de su gente, sus temores, su vida cotidiana, su lucha diaria y su resignación por los problemas graves que la afligen.
Desocupación y miseria son vocablos tan enquistados en la realidad colombiana, como corrupción y mafia, que aunque con características propias, no son ajenas a la actualidad argentina. Y es lógico que así sea, porque aún por distintos derroteros, sus raíces históricas son comunes. Por ambos suelos pasó el conquistador europeo hace cinco siglos usurpando tierras y riquezas. Por ambos suelos pasa hoy el capitalista anónimo sin bandera llevándose lo mejor de cada sitio, con el guiño cómplice de quienes desde adentro les abren las puertas.
Desde ese rasgo que nos identifica como latinoamericanos, como sudacas, visto por el ojo primermundista, se hace valioso analizar las particularidades del fútbol colombiano y por ende su inmediata asociación con la comparación del argentino. Porque en la Argentina de Boca y River, de Central y Newell's, del gerenciamiento mesiánico, de las fabulosas deudas, de las ventas infladas y las intermediaciones, nunca los clubes se vieron tan directamente involucrados con la mafia organizada como en Colombia, y sin embargo parece que tuviera caldo de cultivo si la dejasen hacer.
A modo de ejemplo, en Colombia los clubes son desde hace mucho tiempo sociedades anónimas, corporaciones conducidas por accionistas, y sin embargo esa modalidad que quiere imponerse en Argentina como tabla de salvación fue el mejor vehículo para que personajes siniestros del narcotráfico se involucraran directamente en ellos y produjeran un crecimiento real pero ficticio del fútbol de ese país, como de la economía toda de Colombia, sustentada por el dinero sucio de la droga y el consecuente lavado de dinero.
De eso se trata entonces, de conocer, de prepararse para la denuncia, de valerse de ejemplos para estar alertas. De que nadie se apropie de la alegría del pueblo como sigue siendo el fútbol pese a quienes lo convirtieron en un vil medio de tráfico de mercancías, en un negocio fabuloso que no sabe del inocente sentimiento por una camiseta.
El cielo y el infierno
Chile, 1962. Colombia entra en la historia. Después de haber eliminado a Perú en una de las zonas sudamericanas, accede por primera vez a una Copa del Mundo. Su pueblo lo festeja mesuradamente. Es que por entonces sólo 14 años de profesionalismo avalaban un logro importante pero de un deporte todavía adolescente en su crecimiento. El país, identificado entonces más por sus cultivos de café que por los de alucinógenos, era por esos años lo que es hoy Venezuela, por ejemplo, en materia de balompié, y por eso el béisbol le disputaba palmo a palmo una popularidad incipiente pero aún no desbordante como en otros suelos sudamericanos, como Argentina, Brasil o Uruguay por ejemplo.
Medellín, 2 de julio de 1994. Era de madrugada en el estacionamiento del restorán El Indio. Seis balazos de un revólver Llama, calibre 38 largo, acaban con la vida del defensor de la selección de Colombia Andrés Escobar, y también mataban, pero no definitivamente, el bluff de un deporte que creció vertiginosamente desde mediados de los 70 con los dineros de la mafia del narcotráfico y las apuestas.
Después de haber tocado el cielo con las manos. Después de tomarse el atrevimiento de creerse una potencia futbolística tras aquel histórico 5 a 0 de Valderrama y compañía en el Monumental ante la selección argentina del Coco Basile, que le permitió clasificar al Mundial 94. Después de pensar que iban a Estados Unidos a cumplir un mero trámite y que volverían con la Copa del Mundo, el fútbol colombiano bajó definitivamente a su propio infierno...
El Diablo metió la cola
El asesinato de Escobar, aquel del autogol ante Estados Unidos que sepultaba definitivamente el sueño de todo un país obsesionado por la conquista de un título que veían posible sólo por aquel maravilloso resultado ante Argentina, cerraba una etapa triste del fútbol colombiano que pocos, muy pocos, alcanzaron a alertar.
Es que la magia de Valderrama, el fútbol total del odontólogo Pacho Maturana, la clase del indisciplinado Faustino Asprilla (el primer futbolista de ese país en pasar al fútbol europeo, a Parma, en el 92), elevado muchas veces a la altura de Dios por los obsecuentes medios nacionales, parecía poderlo todo. Además, el surgimiento de esas figuras eran el corolario del crecimiento sin pausa de la competencia local que se venía evidenciando desde mediados de los 70, cuando el dinero empezó a circular a borbotones sin que nadie cuestionara demasiado su origen.
Hasta la primera mitad de esa década, los campeonatos profesionales no habían despertado mayor euforia ni tampoco una evolución marcada. Era un fútbol pobre, como el país, con pocas figuras y sin vuelo suficiente ni logros internacionales. En 1971, cuando el seleccionado le empató a la Argentina clasificando a los Juegos Olímpicos de Munich, era la primera vez que el poderoso equipo rioplatense no lo vencía, pero aún no se podía hablar de una incipiente superación.
Pero a partir del 76 todo cambió. Sin que mediaran antecedentes, América de Cali, que nunca había ganado un campeonato, contrató a Oscar Pinino Mas, que aunque ya empezaba a bajar la pendiente de su esplendor, era una adquisición fulgurante para el fútbol colombiano. Su pase, como el del ex Rosario Central José Aurelio Pascuttini, costó alrededor de 350.000 dólares, una cifra altísima nunca antes pagada por un club de ese país. Y fue sólo el comienzo, la punta del iceberg que iría emergiendo hasta tener presencia permanente.
Jugadores considerados estrellas por la prensa nacional, como Julio César Falcioni, Ricardo Gareca, Willington Ortiz, Roberto Cabañas, Julio César Uribe y Anthony De Avila, empezaron a desfilar por los planteles de los Diablos Rojos de Cali y con ellos obtuvieron los cinco campeonatos desde el 79 hasta el 87, más las tres finales de Copa Libertadores consecutivas del 85, 86 y 87 perdidas ante Argentinos Juniors, River Plate y Peñarol. Nunca nadie preguntó de dónde salía la plata porque lo sabían y temían quedar marcados.
Sabían, pero lo decían sólo en los comentarios de pasillo, que los hermanos Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela, los capos del cartel de Cali, empezaron a poner plata en grande y que de esa manera lavaban sus ingresos por la venta de droga en Estados Unidos y otros países del continente. Ya a comienzos de los 70, Miguel era accionista del equipo junto a Juan José Bellini, quien fuera luego presidente de la Federación Colombiana de Fútbol (FCF) en la triste época del Mundial 94.
La historia de Bellini, encumbrado en el puesto más alto del fútbol colombiano, marca también hasta qué punto las fuentes del dinero sucio se enquistaron en el deporte ya entonces más popular. El presidente de la FCF debió recurrir a la Fifa para que le autoricen su ingreso a los Estados Unidos para la Copa del Mundo, ya que se le sospechaba de estar vinculado a los narcos.
Y después que finalizó su gestión lo procesaron por enriquecimiento ilícito, estuvo dos años preso y hoy su paradero es desconocido, aunque dicen que lo vieron en la Argentina.
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La guerra enmascarada
El puntapié inicial lo dieron los Rodríguez Orejuela. Ellos fueron los visionarios, o al menos los primeros que lo hicieron evidente, que entendieron que el fútbol podía ser un gran negocio donde poder blanquear los dólares que ingresaban a raudales por la droga. Muchos los imitaron.
Ya antes que Pablo Escobar Gaviria, el jefe del cartel de Medellín, comenzara a operar con Atlético Nacional, Independiente Medellín y Envigado, Hernán Botero Moreno era el mayor accionista de Atlético Nacional. Pero cuando fue extraditado y condenado a cadena perpetua en Estados Unidos por lavado de dólares y envío de droga a ese país, el club pasó a manos del narcotraficante Octavio Piedrahíta, quien además controlaba al Deportivo Pereira.
Cuando Piedrahíta fue asesinado en el 86, Nacional quedó bajo la presidencia de Sergio Naranjo, pero ya con el ala protectora de Escobar Gaviria (en el 89 el club obtuvo el título más importante del fútbol de Colombia a nivel internacional, la Copa Libertadores), lo que le valió una investigación de la Fiscalía General de la Nación por esa vinculación, aunque no fue condenado. Y Deportivo Pereira fue luego conducido por Rafael Gaviria (sin vinculación familiar con Escobar), sindicado como narcotraficante en Estados Unidos.
El escenario de la guerra de los narcos se trasladó entonces rápidamente al fútbol en la medida que los principales capos vieron la veta. Después de América de Cali, fue el Millonarios de Bogotá el que volvió a escena después de un ostracismo de diez años, consagrándose campeón en el 87.
Para ello fueron fundamentales los dólares que fue vertiendo Gonzalo Rodríguez Gacha, "El Mexicano", jefe militar del cartel de Medellín y muerto por la policía en diciembre del 89 junto a su hijo en el balneario caribeño de Coveñas, departamento de Sucre.
Claro que antes de la llegada de "El Mexicano", el club era presidido por Edmer Tamayo, vinculado dos veces a cargamentos de cocaína secuestrados en Barranquilla. Y luego de su muerte en el 86, pasó a manos de Germán y Guillermo Gómez (este último asesinado en ese mismo año), quienes ya estaban vinculados a Rodríguez Gacha.
Por entonces, a Independiente Santa Fe de Bogotá lo comandaban los narcos Silvio y Fanor Arizabaleta Arzayús (antes era conducido por el distribuidor de droga Fernando Carrillo), reconocidos mafiosos del Valle del Cauca, a quienes se les atribuyó relaciones con el Cartel de Cali y por ende con el América. El presidente del club era Efraín Pachón y aunque siempre fue sospechado de ilícitos, nunca fue apresado.
Pachón luego condujo los destinos del Deportivo Cúcuta y casi lo hace desaparecer. Hoy cambió la imagen dudosa de dirigente por la de empresario futbolístico y ha conseguido contratos de amistosos para la selección, pero nadie le cree.
Al Independiente Medellín no sólo le aportó dinero Escobar Gaviria sino antes los hermanos Piedrahíta (los mismos que en Nacional) y Pablo Correa Arroyave y Pablo Correa Ramos, los mayores accionistas de entonces, quienes también fueron asesinados por la guerra de los narcos.