Miguel Pisano
Parecía la final del mundo, pero terminó en un partido de barrio. Así de amplio pareció ayer el concepto del clásico, a tal punto que hubo dos partidos en uno. El del primer tiempo tuvo la emoción, el vértigo y frenesí de las finales, al extremo de que ambos salieron a buscar la victoria como si fuera el único resultado posible. A cara o cruz. A suerte y verdad. Al todo o nada. Claro que también hubo un segundo tiempo, en el que las utopías del buen juego y de la apasionada búsqueda del triunfo dejaron paso al incomprensible conformismo con el empate. Entonces casi no llegaron y hasta se repartieron una llegada clara por lado, como para mantener en vilo a los hinchas de los unos y los otros hasta el final. El primer ganador de la pulseada pareció Newell's, al menos desde el punto de vista del folclore futbolero, porque consiguió estirar el invicto de 20 años en el clásico en su cancha. Y atado al resultado, el empate llevó la tranquilidad de haber conservado la racha, a apenas una semana de las elecciones para la renovación de autoridades en el Parque. El local jugó de menor a mayor y fue superior en el complemento, al punto que se fue de la cancha con una mejor imagen, a pesar de que tanto pudo haber ganado como perdido. Y el otro ganador de la tarde del clásico resultó el propio Edgardo Bauza, más allá de la injusticia de evaluar el buen trabajo de un par de años en los 90 minutos escasos de un partido. Merecimientos al margen, una derrota hubiera condenado ayer al Patón al final de un ciclo, no por sí misma, sino por la lectura que hubieran hecho de ella los propios dirigentes. Este digno empate, en cambio, si bien no le asegura la continuidad automática, le otorga el handicap de otra vida porque el equipo salió a buscar la victoria, jugó un buen primer tiempo en el que tuvo varias llegadas claras y, a pesar de que se quedó en el segundo, casi gana en el final. Quizá el mayor mérito de Bauza haya residido en su audaz apuesta por Ezequiel González en lugar de Diego Erroz, a pesar de que el Vasquito había sido el jugador que mejor lo había marcado a Damián Manso en el clásico anterior. Más allá de la discutible elección del mejor marcador y de la innecesaria jugada de esconder la formación, el Patón hizo lo que debía: salió a buscar la victoria como el único resultado que le servía y se expuso a cambio a una derrota, aunque en este contexto lo único que no podía hacer eran dos cosas: perder el clásico, primero, y no salir a ganarlo, después. El tercer gran ganador de la tarde fue el hincha, que le puso calor, color y pasión a la tarde del clásico, en una cancha que transpiró fervor desde un par de horas antes del partido. Un párrafo propio merecen esos miles de locos lindos que llegaron allende los bulevares, poblaron las tribunas y no se cansaron de cantar y de alentar por ese par de colores sagrados, que tienen irremediablemente partido al corazón del Rosario futbolero. Y así jugaron los unos y los otros. Manso comenzó el clásico a lo Diego, con gambetas y caños, y lo terminó en una pierna, por culpa de esa molesta lesión. Ezequiel dibujó dos llegadas bárbaras por la derecha, en las que Maceratesi se comió dos de sus tres situaciones claras, y luego se perdió en ese empecinamiento por hacer siempre la gran jugada, en vez de simplificar el juego. Sólo Saldaña y De Bruno rindieron parejo, aunque sin la magia de Manso. Así jugaron los unos y los otros. Entre el sueño de jugar hasta la victoria siempre en el primer tiempo, y el conformismo de no arriesgarse a la derrota en el final. En fin, Newell's salvó la pilcha de la racha, Bauza ganó otra vida y el fervor de los hinchas pudo más que el fútbol mismo. Como en el Antón pirulero: cada cual atiende su juego.
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