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 domingo, 11 de junio de 2006  
Tema de la semana
Mundial de fútbol: el planeta gobernado por la pelota

Curioso y poderoso fenómeno mediático, el Mundial de fútbol: posee la virtud de atraer a todos, hombres, jóvenes, chicos... y desde hace un tiempo también a las mujeres. Detrás de la siempre caprichosa geometría que describe la pelota en sus evoluciones sobre el césped, se pierde durante un mes el deseo y la imaginación de naciones enteras situadas en los más disímiles puntos del globo. Para la ciclotímica Argentina, el fútbol constituye un hecho cultural clave: muchas veces, ha sido el único espejo en el cual ha podido contemplar su desgarrada identidad.

   La pelota ya gira sobre la verde superficie de los campos de juego alemanes. El equipo que dirige el experto en semilleros juveniles José Néstor Pekerman juega por todos y para todos. Desde aquellas recordadas jornadas de 1978, cuando bajo el manto protector de la siniestra dictadura los hombres conducidos por César Luis Menotti se consagraron campeones planetarios por primera vez en la historia, los mundiales se han erigido en parte inexorable del folclore nacional.

   Y ese fervor multitudinario encontró su punto culminante hace ya dos largas décadas, cuando un chico surgido de la entraña popular más humilde dio pruebas de que su pie izquierdo estaba irremisiblemente tocado por la varita de los dioses del balompié: Diego Armando Maradona produjo en México, en el 1986 alfonsinista, una de las sensaciones más intensas que hayan sacudido el cuerpo social de la Nación. Cuando su escurridiza figura eludió cada uno de los obstáculos que le interpuso la robusta anatomía de los “players” británicos y convirtió el gol más hermoso de todos los tiempos, el pibe de Villa Fiorito dibujó para siempre con un solo trazo magistral el retrato que de sí mismos quieren ver los argentinos. Igual que la voz de Gardel o la sonrisa de Perón, la gambeta de Maradona sintetiza la nacionalidad verdadera: esa de la cual quieren apropiarse para su exclusivo uso los líderes políticos, la misma que tantas veces se mostró como un tapiz que fragmentan la sinrazón y la cerrazón ideológica, o los implacables intereses sectoriales.

   Desde hace veinte años, sin embargo, todo ha sido frustración y desencanto. Pese a las magnéticas manos de Goycochea y los restos del genio maradoniano en Italia 90, tras el derrumbe impensado —pero previsible— de Estados Unidos 94, el rigor passarelliano y la obsesión bielsista no consiguieron enamorar a casi nadie, cometiendo acaso el peor de los pecados posibles para una selección nacional: convertirse en máquinas de producir indiferencia.

   El equipo que arrancó ayer victoriosamente su participación en Alemania pareció proyectar la misma ominosa sombra sobre su futuro: más allá de la discusión puntual sobre táctica y estrategia, lejos del debate acerca de exclusiones imperdonables o inclusiones salvadoras, la carencia de carisma sobrevoló amenazadoramente el escenario. Y el país, según se sabe, no suele amar a los moderados ni a los prolijos: prefiere a los turbulentos, a los autoritarios, a los audaces.

   Por un mes, entonces, no habrá Bush, ni Lula, ni Kirchner, ni Chirac, ni Merkel, ni Prodi, ni Rodríguez Zapatero. Serán otros nombres los que estarán en boca de (casi) todos, otros los debates que se librarán, otras las pasiones que harán latir con velocidad los corazones y dispararán el grito de felicidad o el lamento desconsolado. Gobernado por la pelota, el mundo se transformará en su símil. La Argentina, que transita un período de recuperación después de la peor de las crisis socioeconómicas de que se tenga memoria, ha depositado su esperanza colectiva en un grupo de jugadores que no carece de talento. Sin embargo, el principal desafío que estos jóvenes tendrán que enfrentar no será la consecución del ansiado éxito deportivo, sino el ejercicio de la libertad creadora y la disciplina grupal armoniosamente combinadas. Al igual que la Nación a la que representan, ellos deberán superar su individualidad para plasmar un conjunto. Serán tal vez, entonces, la mejor de las metáforas posibles de la Argentina que viene.


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