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 domingo, 14 de noviembre de 2004  
El cazador oculto: El sueño de ser estrella de rock

Ricardo Luque / La Capital

Quién no soñó alguna vez con ser una estrella de rock. Mick Jagger o Charly García, da lo mismo. Se imaginan qué bueno sería tener una banda, salir de gira y, sobre todo, en medio de la excitación de las fans, elegir la más linda, decir "quiero esa" y vivir para contarlo. Una maravilla que, aunque usted no lo crea, el homo sapiens Perico Pérez vivió de cerca. Sí, el librero, un nostálgico de los tiempos en que el "Manifiesto comunista" era un best-seller, se dio el gusto de sentir en el cuerpo ese rayo de adrenalina que sólo un punteo feroz de guitarra eléctrica puede disparar. Fue el viernes, en el hall del Broadway, cuando estaba a punto de comenzar la charla pública de Eduardo Galeano y el Negro Fontanarrosa. Quién lo diría, un par de escritores fueron capaces de generar esa agitación que otrora apenas si podía disfrutarse en los recitales. De los Redondos o Soda, da lo mismo. Patovicas desbordados, groupies histéricas, aplausos desenfrenados. Y ahí, en medio del huracán, el Negro Centurión, luciendo sus mejores galas y preguntándose por qué en las peñas de los 70 nunca suscitó tanto entusiasmo. Norberto Chiabrando aplaudía como loco y eso que no había tablao ni castañuelas y mucho menos esas bailaoras flamencas que le incendian el cerebro. Oscar Blando, un barrabrava del escritor uruguayo, tenía una sonrisa tan grande que no le entraba en la boca. Mientras miraba a su alrededor se rascaba la barba guevarista que luce desde que era un mozalbete inquieto y militante y, emocionado, casi deja caer un lagrimón. En el primer piso, Mario D'Agostino, el salvador de El Cairo, se revolvía en la butaca como si debajo del saco de pana negro que vistió para la velada escondiera una procesión de marabuntas. Tenía los ojos clavados en el escenario, aunque vaya a saber si veía algo detrás de esas gruesas gafas de nerd tras las que esconde su mirada romántica. En el fondo de la sala, Alejandra Mattheus, que lucía un insinuante equipo rosa y negro, saltaba y daba grititos como si hubiera pisado una brasa caliente. Estaba feliz porque se había sacado una foto con Galeano y el Negro. Desde su butaca, Pablito Javkin le reclamó silencio con la mirada. No quería que nada ni nadie perturbara a su madre.
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