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 domingo, 13 de junio de 2004

Panorama político
El riesgo de volver a la "cooperativa"

Mauricio Maronna / La Capital

"Hay que pegarle al chancho hasta que aparezca la madre", es la cita político-campestre preferida por Carlos Reutemann. Con inteligencia, Hermes Binner y Miguel Lifschitz se adueñaron del copyright acuñado por el ex gobernador y acorralaron al peronismo santafesino con una presunta bomba atómica que no es otra cosa que un tigre de papel: la vigencia de la ley de lemas.

La eterna discusión por el sistema electoral es una muestra más de la mediocridad e hipocresía de gobernantes, ex gobernantes; legisladores, ex legisladores; concejales, ex concejales (y siguen los cargos). Justicialistas, socialistas, radicales y demócratas progresistas le sacaron el jugo a la naranja hasta exprimirla, convirtiéndola en un esperpento apto para todo servicio.

"Lo que sirve no se toca", le había dicho Jorge Obeid al entonces presidente Eduardo Duhalde en el quincho de la Quinta de Olivos, delante de las propias narices del hierático Binner. Aquel asado, servido mientras promediaba la gestión del bonaerense, con La Capital como testigo privilegiado, sigue siendo una instantánea perfecta para ilustrar, casi dos años después, el decurso de los acontecimientos.

Hábilmente, la oposición pegó al justicialismo con la ley de lemas y, por extensión, a un instrumento "cuasi fraudulento" que le permitía al partido gobernante mantener el invicto en el territorio provincial. Con ese único argumento, el 7 de septiembre de 2003, Binner (con una estupenda performance electoral) quedó a un tris de la victoria. De no haber sido por la formidable tracción de votos que la candidatura a senador de Reutemann derramó sobre el lema PJ la historia sería hoy muy distinta.

Obeid (con el touch necrofílico que tanto les gusta a los peronistas) está convencido de que mantener el actual sistema implica "el suicidio" del peronismo. "La ley de lemas ahora no nos sirve", justifica el mandatario cuando se le advierte sobre su contradicción dialéctica respecto a dos años atrás.

La escalada de adjetivaciones de la oposición contra la ley de lemas desestabilizó al peronismo local hasta deshojarlo como una margarita en medio de un huracán: hay justicialistas que la defienden a capa y espada (créase o no, los kirchneristas), están los que la defenestran y asoman los que quieren retocarla, pero jamás mandarla al arcón de los recuerdos.

Frente a ese menú de opciones, Reutemann sobrevoló el escenario, midió los tiempos (dejando que toda la dirigencia quede disfónica de tanto repiquetear sobre lo mismo) hasta que, al fin, eligió una radio santafesina para ganar el centro de la escena y salir en rescate del soldado Obeid.

"La ley de lemas cumplió su ciclo, pero antes de derogarla sería interesante conocer cuál será el nuevo sistema", apostrofó.

La escasa capacidad de la dirigencia para recordarles a los santafesinos qué fueron las "cooperativas" que se adueñaron de las candidaturas antes del 91, y la nula visión estratégica para evitar que el pasado vuelva a filtrarse, hace que la defensa del esbozo teórico de la ley de lemas sea más políticamente incorrecto que reivindicar los arañazos del Muñeco Gallardo en La Bombonera.

Sin embargo, algo debe reiterarse con todas las letras: el actual plexo normativo para elegir gobernantes, legisladores y concejales está perforado por los abusos, pero nada justifica un retroceso de 20 años. El esperpento en el que se convirtió es responsabilidad de toda la clase política santafesina.

El peronismo, y fundamentalmente Reutemann, creyeron que la multiplicidad de lemas, sublemas y superlemas que abarrotaron los lugares de votación constituían una muestra de apertura, que les abría las puertas de la política a los nuevos rostros que tenían algo que decir. Se equivocaron: la actual ley fue mutando hasta convertirse en nueva plataforma de lanzamiento para los viejos profetas de lo eterno. "Juntate unos pesos y armá un sublema", fue la consigna que predominó en todo el arco político. Arribistas, equilibristas (y un buen número de payasos) le dieron el formato final de circo electoral.

Los líderes partidarios deben entender de una buena vez que son ellos los que tienen que airear la casa, recomponer lo que está roto y esterilizar lo contaminado.

"¿Qué hay de nuevo?", podría preguntarse cualquier observador neutral de la realidad al monitorear los rostros de la ¿ex? Alianza que, el jueves pasado, continuaron batiendo el parche en Santa Fe sobre la vinculación entre "vieja política y ley de lemas". La respuesta brota espontánea apenas se miran con detenimiento las fotos de ese encuentro: nada.

La coyuntura santafesina se consume en la misma hoguera de palabras que ahora domina el escenario nacional.

Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde tomaron en las últimas horas la peligrosa esfinge de compadritos, cruzándose frases envenenadas y prepoteándose como jefes de pandillas extraídos de una novela de Mario Puzo.

"Los que desafían mi poder siempre pierden", bravuconeó el caudillo, dejando una retahíla de interpretaciones sobre la capacidad de daño que se aloja en las células dormidas del frondoso aparato político bonaerense.

La batalla final entre el presidente y su antecesor parece amanecer antes de hora y en un contexto poco favorable. En un país que sigue cabalgando por el infierno, la gobernabilidad debería ser un paraguas protector y no un revólver cargado para jugar a la ruleta rusa.

"Acá hay olor a pólvora. Kirchner está convencido de que la ausencia de duhaldistas para que se apruebe el envío de tropas a Haití fue una jugada tramada por el Cabezón para hacerle morder el polvo; y los bonaerenses ya salieron a patrullar Buenos Aires para frenar el desembarco de Cristina", comentó a este diario un legislador de trato frecuente con los dos bandos en pugna.

El jefe del Estado debió hacer la gran Duhalde y convocar a los gobernadores a la Casa de Gobierno, mandando al último lugar de la fila al indescifrable Felipe Solá, convertido en el queso de un sándwich que luce demasiado cargado de aderezos.

La política sigue inmersa en sus guerras de baja intensidad mientras la sociedad se mantiene en vilo por el secuestro del joven Cristian Ramaro, en una nueva muestra dramática de la Argentina imprevisible.

La dirigencia debería estar suficientemente informada del control social que nació tras el asesinato de Axel Blumberg: la reedición de esa tragedia, aunque con otros nombres, hará tambalear a los tres poderes del Estado.

Kirchner y Duhalde no deberían gastar su tiempo descargando pirotecnia en un territorio regado con nafta.

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