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 domingo, 06 de julio de 2003

Sabores del mundo: Roquefort en la campiña francesa

Enrique Andreini / La Capital

Usted sabe que el roquefort es un queso, un buen queso, pero que para lucir orgulloso su nombre sólo requiere de una condición, haber nacido en la localidad francesa de Roquefort, todos los demás son "quesos azules" debido a la famosa denominación de origen. Ya en 1411 se dictaron leyes para proteger su buen nombre y honor.

Pertenece a la familia de quesos de pasta enmohecida y tiene como base la leche de las ovejas (12 litros para hacer un queso de 2,8 kilos) que corretean despreocupadamente por las campiñas de la región sureña de Aveyron, hecho envidiable si no fuera que nos estamos refiriendo a inocentes animalitos.

Durante su elaboración experimenta una fermentación provocada por unos simpatiquísimos microorganismos llamados "penicilium roqueforti", y a los cuales les estaremos eternamente agradecidos. Los quesos se curan en estantes de roble alineados a lo largo de kilométricas cuevas subterráneas.

El municipio de Roquefort sur Soulzon comprende dos poblaciones: Roquefort, construida en la ladera del monte Combalou, donde se encuentran las fábricas queseras con sus inmensas y celebres cuevas naturales y, Lauras, situada al pie de la ladera, donde residen los delicados empleados de las fábricas.

Una leyenda tan extendida como inverosímil, sucedida según dicen hace más de dos mil años, en el pueblo de Roquefort-sur-Soulzon, donde un hambriento pastor de ovejas olvidó su requesón y un trozo de pan de centeno dentro de la cueva que le servía de cobijo. Se desconoce el motivo de tal olvido, aunque estoy tentado a creer que fue el paso de una ingenua pastora. Cuando regresó a la gruta tras su periplo amoroso, algún tiempo después, observó que el requesón de oveja mostraba un veteado color verde suave y que el pan estaba cubierto de un fino moho. Hambriento, como es de imaginarse, el muchacho, poco escrupuloso, probó a comérselos, descubriendo así el milagro del queso roquefort.

Esta región, además de glamorosas pastoras, ofrece un microclima húmedo constante y bien ventilado, ambiente ideal para la curación de esos quesos únicos que entusiasman a millones de seres humanos, pero lamentablemente bastardeados en nuestro país al combinarlo con inverosímiles ingredientes, desde pizzas hasta delicadas y sutiles truchas, una aberración gastronómica.

El recorrido de esta zona, permite descubrir un rincón de esa Francia auténtica que aún no ha caído presa del turismo masivo. Pequeños pueblos medievales, vestigios románicos, ciudades templarias encaramadas a las montañas, granjas de ovejas, tiendas de olor penetrante y embriagador, souvenirs con toda suerte de artefactos: tablas, bandejas, cuchillos para el servicio del queso y, apiñadas las unas contra las otras en la calle central, fábricas de quesos y como plato fuerte, las famosas cuevas que se pueden visitar sin prisa y sin pausa acompañados solamente de un robusto vino tinto o un buen vino blanco dulce, naturales aliados de tan noble producto, aunque pensándole bien, la grata presencia de una ingenua pastorcilla no sería de despreciar.

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