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sábado,
17 de
noviembre de
2007 |
Vientos de reforma en Francia
Por Mario Laus Años después, y “fracasado” el plan obligatorio de las 35 horas semanales de trabajo que todavía está vigente, el desempleo permanece inmóvil en Francia, con una tasa nacional promedio cercana al 10 % y bolsones de desocupados que llegan al 22 % en la región parisina. Y si bien el ingreso medio anual de un francés se estima en 18.184 euros anuales, el poder adquisitivo se reduce según estadísticas recientes. La política de desembolsar importantes sumas de dinero a las asociaciones que están en el terreno de los conflictos sociales no habría dado tampoco el resultado esperado (1). Pero no hay de que preocuparse. Desde hace seis meses Francia tiene un nuevo presidente: Nicolas Sarkozy. El máximo funcionario de la república, con un estilo que es aceptado por la mayoría de sus conciudadanos, un día está en Chad rescatando a tres periodistas franceses y una tripulación aérea española, otro día estrecha la mano de George W. Bush y pide en el Congreso de Estados Unidos por un dólar fuerte, ratificando la amistad franco-estadounidense desde siempre y para siempre; o visita la tumba del general De Gaulle para pedir inspiración; o realiza un consejo de ministros en Córcega movilizando todo el gabinete; o baja a las calles de Normandía para hablar directamente con los pescadores en huelga por el aumento del gasoil. Como Napoleón Bonaparte, Super Sarko –según le dicen algunos celosos opositores- parece un general de artillería que maneja los cañones de su presencia mediática todos los días, con rapidez y efectividad, e intenta imponer el eje central de su política, antes de las elecciones municipales a desarrollarse dentro de cuatro meses. Se trata de Las Reformas con mayúsculas
Pero este conjunto de medidas prometidas no pasará fácilmente en la sociedad francesa, si es que pasa. Muchos sectores estratégicos no quieren resignar beneficios o modalidades. Tal el caso de los funcionarios públicos, los conductores de trenes y subterráneos, estudiantes universitarios, personal de las empresas estatales de electricidad y gas, jueces, abogados e incluso los empleados de la Opera de París. Para muchos sectores llega por fin la posibilidad de expresar su descontento y tomar la calle. Para la oposición es una oportunidad de unirse en contrapropuestas que hasta hoy no resultaron evidentes para la mayoría del conjunto social. Se empieza a formar así un clima cada día más espeso de huelgas, protestas y bloqueos.
La propia clase política se preocupa por sus prerrogativas. El Senado aceptaría la no acumulación de cargos públicos si se profesionaliza el estatuto del cargo electivo. Es decir, un intendente no podría acumular otros cargos como el de legislador e integrante de consejos regionales al mismo tiempo, a condición de que se cree un estatuto especial de los “elegidos”. Los diputados se inquietan de su propia jubilación, analizando la problemática del doble aporte cuando son profesionales y legisladores, condición que alcanza a la mayoría. El presidente, argumentando una transparencia hasta ahora inexistente, se aumenta su salario en 140 %, lo que representa concretamente 240.000 euros anuales, es decir trece veces lo que gana un francés medio. Por su parte, en relación a los regímenes especiales de jubilación, los conductores de trenes y subterráneos no quieren aportar dos años y medio más para obtener el beneficio, como tampoco los funcionarios públicos de carrera, que tienen un sistema semejante. Los estudiantes no aceptarían la autonomía de las universidades si estas no disponen de más presupuesto, el que ya fue de todas maneras aumentado. Jueces y abogados resisten juntos la reforma del mapa judicial, que cierra en promedio de 2 a 18 juzgados por región, a punto tal que silban a la ministra de justicia estrella Rachida Datti y le hacen desplantes públicos con plantones, algo sin precedentes. Los empleados de correos y telecomunicaciones reivindican la pérdida de poder de compra, por lo que también van a la huelga, junto a docentes de la educación nacional que están contra la eliminación de puestos en su ministerio. En ese contexto, llevar las reformas adelante, con la impresión de hacerlas a golpes de hacha, reforzará las obstrucciones. Podría entonces rapidamente sonar el golpe final al estado de gracia del que todavía goza Sarkozy (2).
En el medio está la sociedad y la opinión pública. Según un interesante sondeo del Centro de Análisis Estratégicos, los franceses son mucho más pesimistas que sus vecinos europeos. Más de un francés sobre cinco no tiene confianza en el parlamento o los sindicatos y tienen la peor imagen europea de su propia justicia y policía. El 72 % considera que la mundialización es una amenaza para su empleo y empresa. Además, son quienes más temen caer en la pobreza y quedar en la calle (13 %), a pesar de que su sistema de seguridad social esta entre los mejores del planeta (3). Los datos estadísticos recolectados recientemente en el viejo continente clasifican la psicología gala como la más inquieta por la economía de mercado, la más ansiosa por la mundialización y la más escéptica en cuanto a su modelo social (4).
Soplan vientos de reforma y el gobierno pretende avanzar, no sin contradicciones, en su estrategia comunicacional. En efecto, varios ministros declararon la existencia de una situación de quebranto de las finanzas públicas y fueron luego reprendidos por el Elyseo, no quedando muy claro para la opinión pública cuál es el verdadero estado de la nación y por qué llevar adelante las reformas que afectaría inicialmente regimenes especiales. El hombre de la calle bien podrá preguntarse: si hoy recortan a éstos, mañana bien podrán recortarnos a nosotros. ¿Y para qué, y hasta dónde ? ¿Y si luego tocan las 35 horas semanales ?
Francia, la quinta potencia del globo, con 63 millones de habitantes y el 22 % de su población activa empleada por el estado en sus diferentes categorías, nos presentará en las semanas venideras un final abierto entre dos posiciones tensas, no desprovistas de ideología e intereses ocultos, difíciles de reducir y que se sintetizan entre los que quieren ajustar y “liberar”, y aquellos que pretenden sostener y “reglamentar”. En el medio y con matices diversos, hay un número muy importante de indecisos a definir.
Para el anónimo jubilado militar de la lavandería automática de Estrasburgo los franceses son naturalmente protestones, y la constitución nacional otorga el derecho de ir a la calle a manifestar cuando se está en desacuerdo. Nadie puede impedirlo entonces. Y de ello ya dio cuenta en su oportunidad un rey, que lo pagó con su cabeza, o un presidente de la república en el mes de mayo de 1968. Algunos recuerdan entonces que “un francés es un italiano de mal humor” (5).
Un adagio popular resumiría tal vez un punto en común de los protagonistas: estamos todos de acuerdo con la reforma, pero háganla en otra parte !!!
(*) Abogado y fotógrafo. Asistente Técnico del Ministerio de Gobierno, Justicia y Culto de Santa Fe. Becario del gobierno francés en la Escuela Nacional de Administración Pública de Francia, CIC 2007/8.
(1) “Les Echos”. 8/11/2007, p. 7.
(2) “DNA/FRANCE”, 1/11/2007, p.3.
(3) “Le Figaro”, 30/10/2007.
Economie, p. 21.
(4) Alain Duhamel. DNA/FRANCE.
4/11/2007, p. 6.
(5) “Les Echos”. 2/11/07, p. 2.
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