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miércoles,
19 de
septiembre de
2007 |
La Iglesia y el celibato
Ante publicaciones periodísticas poco objetivas sobre el celibato, recordamos que Jesucristo ponderó a los que renuncian al matrimonio por amor al reino de Dios (al reinar de Dios) en sus vidas. Y agregó: "El que pueda entender que entienda". En los primeros siglos cristianos, en los intervalos entre las persecuciones y cuando le fue otorgada la paz a la Iglesia, aparecieron en torno a los obispos los varones "ascetas" célibes y las vírgenes consagradas que lo ayudaban en la catequesis y en otros ministerios. Poco a poco, entre tales varones se eligieron los presbíteros; y en el Concilio de Elvira, a comienzos del siglo V, ya se estableció la norma eclesiástica del celibato, para la consagración a Dios en el sacramento del orden sagrado. Siempre el celibato ha sido considerado como un don de Dios que configura a Jesucristo, por tanto como un estado de amor, fruto de una gracia divina especial —que San Agustín llamaba "delectación triunfal"—, según el ejemplo de la donación nupcial del Hijo de Dios, que lleva consigo la entrega a Dios y a los demás, con corazón pleno e indiviso (Documento de Aparecida, 321). Sólo puede ser vivido con gran humildad, por aquellos que se saben indignos de un tesoro escondido tan grande, por el que se hace presente a Dios en el mundo en la Eucaristía y se perdonan los pecados en el sacramento de la reconciliación —atando y desatando en la tierra lo que Dios ata y desata en el cielo—. Esa permanente unión con la Santísima Trinidad, la Santísima Virgen, los ángeles y santos, es motivo de profunda y secreta alegría; porque "estar con Jesús es un dulce paraíso", como dice el Kempis. El celibato del sacerdote lleva consigo la unión esponsal con la comunidad cristiana de la que es cabeza. A veces hay hermanos sacerdotes que abandonan el ministerio. No los juzgamos; pero sí le decimos a la comunidad que "hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece".
José Bonet Alcón
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