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 martes, 07 de agosto de 2007  
Reflexiones
El Vaticano en el siglo XXI

Joaquín Roy (*)

La fascinación por el Vaticano es política. Este detalle es crucial para entender el dilema que enfrenta el máximo dirigente de este Estado especial que es el Vaticano. Es “Estado” (“reino”) que no es de “este mundo”, sino del “otro”. Esta seña de identidad no lo distingue de docenas de credos que comparten la expectativa de la “vida eterna''. Lo que diferencia a la Iglesia Católica, la “nación” que sustenta ese “Estado” es su impresionante supervivencia. Son dos milenios de tenaz presencia, aumentando progresivamente el número de “ciudadanos”.

La explicación de este triunfo “político” no reside, paradójicamente, en la atracción de la “vida eterna”. La “declaración de independencia” del primer “alcalde” (obispo de Roma), en fiel cumplimiento del guión recibido de arriba, era una invitación urbi et orbi accesible a todos, una excepción entonces y ahora, con el auge de los nacionalismos. Especialmente fue una oferta explícita a los más desfavorecidos: ciegos, tullidos, ancianos, infantes, presos, todos los excluidos por la discriminación racial y de género. El mensaje original decía que estas precariedades eran temporales. Desaparecerían en la vida eterna. Fue una oferta que no se podía rechazar.

Pero en la transitoria residencia en la tierra, los creyentes debían contentarse con una reescritura de la máxima kennediana: “No le pidáis a vuestro país (iglesia) lo que puede hacer por vosotros, sino lo que podéis hacer por vuestro país”. El problema que hoy enfrenta el “presidente” en este territorio es que los anteriormente “súbditos” demandan ser “ciudadanos”. Como resultado de la globalización, los católicos adoptaron actitudes propias de los integrantes de partidos políticos y movimientos sociales: le pidieron al “país” no solamente qué podía hacer por ellos, sino que exigían controlar el “gobierno”.

El remedio para responder a este anhelo fue una sutil revolución en el “Estado”: el Concilio Vaticano II. El artífice de este cambio fue el Papa Juan XXIII y su continuador moderado fue Pablo VI, dos “presidentes” que pudieran en cualquier democracia europea asemejarse a la socialdemocracia y al centrismo democristiano y equidistante, respectivamente. Luego vino el giro hacia la derecha conservadora con la llegada al poder de Juan Pablo II. Era un exiliado del totalitarismo que había atenazado a su nativa Polonia. Acometió la reconquista no solamente de las parcelas de influencia, sino que se propuso acallar las voces de la disidencia. La más notoria fue (y es) la teología de la liberación.

Es pronto para emitir una evaluación del actual líder del Vaticano, pero los signos resultan alarmantes para la “oposición”. Por ejemplo, podría pasar desapercibida la medida (de motu propio) de autorizar el uso del latín en el culto, al modo tridentino. Representaría la readopción de una lengua común. Los hablantes de lenguas occidentales saldrían ganando con el refuerzo de vocabulario. Pero lo que preocupa, irrita, entristece y provoca honda meditación (y agrada en sobremanera a otros), según las inclinaciones ideológicas de los ciudadanos católicos, es que el papa Benedicto XVI ha declarado que los cambios del Vaticano II en nada cambiaron la esencia de catolicismo.

Además, en cierta manera, se considera que los cambios fueron contraproducentes. Tenían como meta parcial la ampliación del “electorado”, pero se promovió el laicismo. Algunas ramas protestantes capturaron sectores antes afines, especialmente en América latina.

En el plano estrictamente ideológico, se ha rechazado la viabilidad de una especie de autonomías o una estructura “federal” en el Estado cristiano. La especificidad ortodoxa y las comunidades protestantes no son “iglesia”, y por lo tanto quedan, de momento, fuera de la recepción de los beneficios de la gloria eterna.

Mientras tanto, si el Vaticano fuera un Estado “normal” encargaría encuestas de opinión. Comprobaría deprimido la caída en picado del índice de popularidad de Joseph Ratzinger, el ex senador-cardenal alemán de larguísima experiencia en este Estado. No en vano se adiestró al timón de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Dependiendo de qué lugar desee ocupar en la historia seguirá el curso tomado o lo rectificará en el último tramo de su mandato. Quizá el ejemplo de Bush le sirva de algo. Pero, claro, se trata de dos reinos-estados diferentes: uno está en la tierra y otro en el cielo.

(*) Director del Centro de

la Unión Europea de la

Universidad de Miam
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