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 sábado, 16 de junio de 2007  
Restauración en Arroyo Seco: la línea recta

Textos y fotos: Ignacio Almeida

Forjar la identidad de los hombres es la base del crecimiento de los pueblos. La arquitectura ha sido a través de los siglos su vía de materialización y expresión cultural. En Arroyo Seco, la restauración de la Iglesia Santa María de la Asunción, a cargo del arquitecto Jorge Scrimaglio durante el año pasado, es un ejemplo cabal del acontecer evolutivo de una construcción en la búsqueda de una identidad propia, a la vez símbolo y referente inmediato de sus pobladores.

Tal como la naturaleza del nombre que le fuera asignado a su emplazamiento regional (Pampa Gringa), la recreación constructiva llevada a cabo por el arquitecto Jorge Scrimaglio durante los años 1970-72, constituye una fusión de la edificación primitiva con el nuevo aporte de una visión integradora capaz de reflejar los valores culturales propios del lugar.

Levantada originariamente en 1894 y modificada en sucesivas etapas todas ellas inconclusas, las soluciones aportadas en el proyecto de Scrimaglio contemplan una reestructuración orgánica de la construcción: la antigua fachada y la torre (de ejecución posterior), así como el cuerpo de la nave, crucero y ábside, son integrados mediante un revoque bolseado pintado a la cal, aplicado tanto en el exterior como en el interior del edificio. La misma solución empleada en la casa parroquial, dependencias anexas y en los canteros del patio de entrada a la iglesia, compone la unidad. Asimismo, el tipo de terminación adoptada logra fundir las rígidas líneas de los cornisamentos en el plano blanco de los muros.

La presencia de elementos estructurales propios de la arquitectura ferroviaria (perfiles en dinteles, cabreadas metálicas en la nave, chapa acanalada de zinc en cubierta, accesorios y herrajes rescatados de la obra primitiva) potencian la búsqueda de un camino auténtico capaz de consolidar un arte propio de América. En la torre, la elevación de una pirámide escalonada de ladrillos negros vitrificados junto con la cruz conformada por barras de hierro, buscan equilibrar con su verticalidad la escala del conjunto edilicio, al tiempo que le permite alcanzar en altura escala regional como un verdadero mojón en la horizontalidad del paisaje.

Tres puertas grandes de madera pintadas de color verde (el mismo que fuera utilizado como solución emergente en la época de la colonia) dan acceso al atrio, cuya espacialidad guarda una cuidada relación con la escala humana; a su vez, el empleo de la madera tanto en puertas interiores como en cielorraso proporcionan una calidez sobrecogedora. Por su parte, el espacio interior de la nave y crucero logra su belleza propia recuperando el maderamen de la estructura de cubierta -oculto anteriormente por un cielorraso de yeso- en armonía con la continuación del recubrimiento bolseado en paredes. Las ventanas, verdaderas fuentes de luz, tamizan el espacio con el rojo y el azul de sus vidrios, que se funden y se proyectan sobre pisos y muros como figuras simbólicas (cruces, espigas de trigo y aspas de molino).

En el centro del crucero y construida con listones encastrados de idéntica sección, verdadero exponente del dramatismo de las dos direcciones, la cruz pende ingrávida como un desprendimiento natural del techo. Un vitraux circular de 4 metros de diámetro insertado en la pared curva del ábside, irradia la luz exterior hacia el altar.

Al coro, ubicado sobre el atrio y enteramente construido con la misma madera que los portales de ingreso a la nave, se llega a través de una escalera ubicada en el interior de la torre -actual sepulcro del Padre Miguel J. Florio, propulsor fervoroso de la creación arquitectónica de Scrimaglio-. Desde el coro, según el eje longitudinal de la nave que estructura el plano de la iglesia y en coincidencia con la altura de visión ocular, se experimenta la forma en que se fusionan la cruz de madera y el rosetón del ábside (una estrella de cuatro puntas de vidrios rojos sobre fondo azul, que representa la Divinidad) en una línea recta, constituyéndose en el símbolo vital de la obra: la verdad última, entendida como la esperanza que se proyecta desde una realidad concreta hacia el infinito.

Cabe reflexionar entonces acerca del símbolo que es una idea, una palabra, una imagen oculta para nosotros, y que trasciende su significado inmediato para colocarse más allá de los alcances de la razón; una manifestación espontánea que proviene del pasado remoto y se transforma en representación colectiva, dotada de fuerza vital.

La iglesia de Arroyo Seco es una obra con carácter, un camino en comunión con las raíces más profundas; pero allí donde trascienden los símbolos culturales de creación pura a menudo se padece la incomprensión de aquellos que optan por la conformidad de lo conocido, aceptado y establecido. Por ello, la necesidad de adquirir la voluntad de querer entender el misterio que encierran aquellos símbolos eternos posando la fe en ellos, dotarlos de emoción y dinámica, revitalizando su carácter sagrado al descubrir la cruz cuneiforme esculpida en el revoque del frente del altar; recuperando el espacio de recogimiento, libre de aditamentos que desequilibren la concepción original y donde cada hombre pueda contemplar la belleza y alcanzar sus aspiraciones individuales.

Según Scrimaglio: "Los vacíos, al igual que los silencios de una sinfonía, son tan importantes como los llenos". Allí radica el valor intrínseco de la idea: en el justo equilibrio del empleo de los elementos simbólicos constructivos que forman el todo, capaz de despertar una motivación que trascienda, al tiempo que provoca una familiarización con ella hasta convertirla en algo propio. Una síntesis perfecta de la voluntad individual puesta al servicio de una comunidad; es el compromiso que asumen los hombres capaces de creer y crear, en armonía con sus vínculos heredados y la naturaleza.


Ratificación del valor simbólico
Sobre la base de una antigua iglesia, típico exponente arquitectónico de la "Pampa Gringa", cuya fachada y nave principal datan de 1894, se realizó durante los años 1970 a 1972 una obra de reestructuración tendiente a amalgamar la edificación primitiva con los aportes un tanto dispares que sufrió con el tiempo: el crucero en 1925 y la torre en 1958. Por aquel entonces, el ente promotor de dicha obra fue la Comisión Pro Templo, con los aportes del pueblo de Arroyo Seco. El cura párroco era el presbítero Miguel J. Florio, y el encargado de la obra fue el arquitecto rosarino Jorge Scrimaglio.

El año pasado, siendo arzobispo de la arquidiócesis de Rosario monseñor José Luis Mollaghan, se dispuso el traslado de los restos mortales del presbítero Florio (1915-1991), quien fuera cura párroco de esa iglesia por espacio de 43 años hasta su fallecimiento. Los mismos estaban depositados en la capilla del cementerio de Arroyo Seco.

Ante esa eventualidad, la comisión que se constituyó para ese fin, presidida por el actual cura párroco, presbítero Luis Boccia, convocó nuevamente al arquitecto Scrimaglio para hacerse cargo del emplazamiento de dicha sepultura en el interior de la iglesia recientemente declarada Monumento Arquitectónico de la Pampa Gringa por iniciativa del intendente de Arroyo Seco, Pedro Spina.

Este trabajo le permitió a Scrimaglio ratificar el valor simbólico de su obra y encarar su gradual restauración, teniendo en cuenta las alteraciones que sufriera durante los últimos años en detrimento de sus valores arquitectónicos y del sentido religioso y litúrgico de su concepción. Entre los trabajos de restauración se reimplantaron especies autóctonas en uno de los canteros del patio de entrada de la iglesia, a cargo de la paisajista Vanesa Niro.

Esta obra fue reconocida por la Academia Nacional de Bellas Artes. El traslado de los restos del padre Florio se realizó en noviembre del año pasado, en un solemne acto que convocó a toda la población de Arroyo Seco, presidido por el arzobispo de Rosario, monseñor Mollaghan y el intendente Spina.


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