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domingo,
10 de
junio de
2007 |
[Lecturas]
De un oficio sagrado
Marta Ortiz
Poesía
Río de paso, de Antonia Taleti. Grupo Editor Latinoamericano, Buenos Aires, 2007, 77 pp, $ 18.
Aquella poeta que en su primer libro, “La voz que nunca alcanzo” (2004), expresaba una búsqueda tenaz y preocupada de la palabra poética,”porque no alcanzo completa la oración/ porque sólo balbuceo y pregunto”, la misma que apoyaba “el pie inseguro/sobre el verso” así como una trapecista recorre el vacío a pesar del riesgo que entraña frecuentar la altura y el abismo a cada lado, parece haber alcanzado en “Río de paso” la seguridad de una voz que se reconoce madura, firme, fundada precisamente en el impostergable ejercicio que el uso del trapecio-poesía exige.
Ordenado en dos partes, “De río y de mar” y “Gente de paso”, desde el acápite tomado del poeta andalusí Ibn Zaydún (“Y todo cuanto siento y cuanto veo/ flor, aura, luz, perfume,/ enciende, aviva más este deseo,/ que el alma me consume”), hay una apelación a los sentidos como forma privilegiada de la percepción.
La imagen del río, tan connotada en la literatura y en la vida diaria, en la ciudad recostada sobre el río, ese río-entidad tan real como metafórico, da lugar a múltiples asociaciones: se puede pensar tanto en las “Coplas” de Jorge Manrique (la vida como tránsito fugaz, lugar de paso: “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar”), como en el río de Heráclito que recrea Borges, por remitirnos a ejemplos emblemáticos. Pero también es el río de los desbordes, el río de los barcos y los naufragios, el río crecido que arrastra tanto camalotes como peces, el río nuestro de cada día. Este espacio sacraliza cada fragmento capturado y da lugar al uno y múltiple decir poético de Antonia Taleti.
La poeta invita al lector a sumarse al Templo donde se celebran ritos misteriosos de los cuales la poesía intenta dar cuenta: “Ven, descalzo / al espacio sagrado”. Despojados de lastres, abiertos, esponjas, iniciamos el recorrido desde ese lugar de escritura, lugar donde es posible intuir tanto la belleza como el peligro, la huída, el acecho, lugar selvático que admite la convivencia con el otro, ya sea hombre o bestia, hay lugar para todos. Ella, pasajera deslumbrada, mediadora, oficiante de la trama que se hila en el silencio, entre el follaje y la soledad, espera y se prepara a compartir ese río y mar que le fueron dados, “para que soñara siempre”. Pero existe un límite que como poeta, debe respetar: un umbral en sombras la retuvo en el límite, y aunque es posible asociar modalidades varias en torno a la idea de límite, pienso aquí en el límite preciso para el poeta, el de lo inefable, el de la poesía entrevista y apenas apresable y expresable, como si sólo fuera posible captar su reflejo y por eso mismo el deseo quedara siempre intacto.
En la primera parte, “La sonrisa del ignoto marinero”, jugando con el título del libro homónimo del escritor siciliano Vincenzo Consolo, se revela como marca de origen, mandato que ha fijado la bella tierra rodeada de mar y la travesía emprendida, el hilo de agua que soñaron los ancestros en la Trinacria natal (nombre antiguo de Sicilia, y aquí se advierte un nuevo cruce, esta vez el diálogo se establece con Góngora que nombra a Trinacria en la “Fábula de Polifemo y Galatea”). El mar que empujó la deriva al río y los condujo a esta orilla. La poeta registra y dice: “De la esencial Trinacria/ guarda el sello enigmático”. Marca de una poesía que, aludiendo, elide, que devuelve lo entrevisto en esenciales ropajes de imágenes, símiles, metáfora a descifrar. La poeta ha heredado la sonriente obstinación del marinero, y como él, contempla y retiene en la memoria restos de naufragios, como también peces y naranjas.
El segundo apartado, “Gente de paso”, se ocupa, en los primeros poemas, de chicos. Chicos protegidos por la sociedad y chicos a la intemperie que esa misma sociedad imperfecta aparta y descarta. El contraste dibuja los trueques de rutina que derivan en silencios oscuros ahondando aún más la brecha entre la desesperanza que conlleva la miseria: “Lo no dicho/ se ahoga mugriento en el balde” y la impotencia que acompaña la caridad que se sabe insuficiente: “Lo no dicho trepa al auto y parte”.
Conversaciones fortuitas con gente de paso en espacios familiares: el terraplén, la esquina, el vecindario, un semáforo, la playa, el cementerio. Compañeros ocasionales de ruta, el breve espacio poético refleja instantáneas: alguna vecina, el vendedor de plantines, las muchachas bajo el puente, la mujer que juega y escribe, los amigos, todos en el medio doméstico que los contiene y que asimismo incluye lo mínimo: las hormigas, la mata de amapolas, el geranio, la bolsita de supermercado.
Poesía caudalosa, inquieta marca de agua, quienquiera que enuncie en el poema el yo poético, Antonia Taleti estará allí para señalar la grieta que descubre la belleza o el peligro en el lugar impensado, para valorar esos pecios (palabra reincidente, quizá lo único que el festín terreno nos permita rescatar), para invitarnos al viaje por el curso de esa agua viva a pesar de la amenaza de su fondo oscuro, indescifrable. Una invitación a vivir vida y poesía, y ésa quizá sea la clave que convierte a este libro, como se ha dicho en la contratapa, en un deliberado pretexto para la celebración.
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