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domingo,
10 de
junio de
2007 |
[Lecturas]
La escritura insomne
Diego Colomba
Novela
La novela luminosa, de Mario Levrero. Alfaguara, Montevideo, 2005, 544 páginas, $ 79.Mario Levrero (Montevideo, 1940-2004) cuenta con una veintena de títulos publicados y sin embargo sigue siendo casi un desconocido para el público argentino. Editada póstumamente en Uruguay en el 2005, “La novela luminosa” ha sido distribuida poco tiempo atrás en nuestro país, en un clima de creciente expectación suscitado por la buena acogida que “El discurso vacío”, otra de sus obras que circula actualmente, tuvo entre lectores más avisados.
Ex librero, redactor jefe de revistas de ingenio, autor de cómics y libros de humor, Levrero obtuvo la beca Guggenheim en el 2000, época en que se ganaba la vida dando talleres de escritura. Su propuesta presentada ante la Fundación había consistido en completar “La novela luminosa”, algunos pocos capítulos sobre una serie de experiencias paranormales vividas, que llevaban quince años esperando su continuación. Con su proyecto, pretendía salvar la distancia que media entre “imagen” y “palabras”, entre lenguaje social y experiencia singular, una aventura compartida por gran parte de la mejor literatura moderna. Aunque el autor la reconociera desde un principio como prácticamente imposible —“es deplorable que la voluntad sólo pueda ser desarrollada bajo el imperio de una creencia errónea”, señalará con lucidez en una de sus entradas—, se lanza a la tarea.
Una vez recibido el primer adelanto de dinero, el sexagenario solitario que vive en un pequeño departamento que alquila en Montevideo, compra algo de mobiliario y otros enseres para su trabajo y reduce las jornadas de taller con las que sobrevive. Comienza a escribir un diario, con el que piensa practicar un terapéutico “regreso a sí mismo” que transforme su “angustia difusa” en una “angustia específica”; un camino necesario, cree, para abocarse a la escritura de la novela inconclusa. En este intento por volverse alguien normal fracasará, felizmente para los lectores y para él, consciente de que su “mal” lo provee de lo peor pero también de lo mejor de sí.
Sumergido en su adicción a la computadora —con la que pasa horas jugando, haciendo programas utilitarios o bajándolos de internet, coleccionando fotos y videos pornográficos— y en el consumo de libros —sobre todo de novelas policiales—, el autor se aleja día a día de la realización de su proyecto. Sin embargo, como un modo de canalizar su estado mental, se impone hacer regulares entradas en su diario íntimo, que escribe cuando el resto de los mortales duerme. El diario de un insomne —presentado como “Prólogo” de la obra— terminará ocupando gran parte del libro, acompañado por los capítulos ya escritos de “La novela luminosa”, junto con un prefacio y un epílogo. De este modo, el desvío o la perversión de su proyecto literario —al menos el explicitado, porque suele contradecirse— da a luz una escritura de una belleza y una intensidad deslumbrantes.
En el encierro al que su agarofobia lo empuja —la que sin duda alimenta una visión desencantada e incluso reaccionaria de las calles montevideanas—, sólo interrumpido por ocasionales caminatas con algunas amigas que pasan a recogerlo, el diarista dará cuenta de un mundo trivial y monótono, que sin embargo se vuelve fascinante bajo su mirada hiperlúcida. Como si el relato realista se volviese fantástico por la extrema sensibilidad y percepción de un neurótico extremo a lo Poe, que hace de su soma y sus preceptos el verdadero territorio por el que transitan sus cavilaciones. Ese efecto fascinante de irrealidad que lo real produce a veces, según el autor, se intensificará con las referencias a episodios telepáticos y paranormales. Es tal la contundencia de su prosa, que la aparición de brujas, fantasmas, sueños compartidos y tránsitos entre el mundo onírico y el de la vigilia se tornará totalmente verosímil en lo que se presenta sin mucho énfasis —el narrador reflexiona una y otra vez sobre su naturaleza novelística— como un convencional diario íntimo.
Existen correspondencias anímicas entre la temprana escritura de la novela —Levrero iba a ser intervenido de la vesícula y había decidido abogar por su trascendencia antes de ingresar al quirófano— y la del diario, en la que las obsesiones de un hipocondríaco son estimuladas por los achaques reales de la edad y por las muertes de algunos amigos, conectadas con otro duelo más prolongado: la pérdida del amor de Chl, una joven que sigue de todos modos siendo su amiga y una especie de madre.
La lucidez con que Levrero desbarata todas las respuestas fáciles o espontáneas, entre otras las provenientes del psicoanálisis —en las que él ha confiado de todos modos—, salva muchos pasajes que bordean el melodrama y dota al texto de un humor implacable. Esto tampoco deja de verlo el narrador: en uno de sus recurrentes comentarios —que siempre se vuelven autorreferentes— sobre los libros que va leyendo, señala que lo que enmienda la frivolidad y la trivialidad propias de su vida contada es “ese desdoblamiento del autor que le permite casi comentarse a sí mismo continuamente mediante ironías que van creando una especie de negativo de los relatos”. Ése es uno de los puntos más potentes del libro: convencernos de que lo que somos todavía está —y estará siempre— por verse.
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Un grande. Mario Levrero, autor de una obra singular y fascinante.
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