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 domingo, 03 de junio de 2007  
[lecturas]
La risa no se negocia

Sebastián Riestra / La Capital

Novela
  • Picadilli Jim, de P. G. Wodehouse. Anagrama, Barcelona, 2006, 269 páginas, $ 68. Suele creerse que el humor es un territorio limitado a los medios audiovisuales: la radio, el cine y, fundamentalmente, la reina de la vida cotidiana en los últimos cuarenta años, la televisión. Cándida creencia. Craso error. El libro, ese soporte que no envejece mal que les pese a muchos, ha sido —sigue siendo— disparador excepcional para el estímulo de la sonrisa, la risa y hasta la carcajada. De seguir vivo, se podría interrogar al respecto a un señor apodado Mark Twain. Pero si en lugar de un nativo del sur estadounidense se le debiera hacer la pregunta a un súbdito británico aficionado a las bellas letras, la elección —aunque notablemente difícil— podría recaer sobre la aristocrática figura de Pelham Grenville Wodehouse.

    “Piccadilly Jim”, sin tratarse de ninguna de sus resplandecientes obras maestras humorísticas, como “Leave it to Psmith”, justifica su inclusión entre los libros amables que acaso nadie recordará eternamente, pero que tal vez contribuyan a despejar por un instante los nubarrones que tantas veces cubren el cielo de la vida.

    Ingenua, casi naif, la novela se deja leer sin esfuerzo ninguno. Tiene la liviandad de los vinos rosados; también su misma carencia de cuerpo y falta absoluta de vocación de permanencia. Quizás por tan buenos motivos esta obra magníficamente reeditada por Anagrama en su emblemática colección Panorama de Narrativas ya va por su tercera versión cinematográfica, la última de ellas realizada en 2004.

    Autor de más de cien libros, el prolífico y simpático Wodehouse fue un especialista en burlarse de las peculiaridades de la clase alta inglesa. “Piccadilly Jim” es un generoso muestrario de los rasgos principales de su estilo, con la eficacia encabezando la lista. La historia del periodista neoyorquino, parrandero y donjuán, que a principios del siglo pasado desembarca en Londres de la mano de su padre casado con una millonaria es el punto de partida de una trama frondosa, donde las sorpresas graciosas nunca se detienen. A puro ingenio y desplegando una inocultable veta romántica —para deleite de los espíritus tiernos—, Wodehouse no suelta a su presa hasta el final, cuando cada pieza del rompecabezas ocupará su lugar después de las numerosas peripecias vividas y el lector soltará el volumen con una última, beatífica sonrisa.

    Eslabón fundamental de una cadena que también integran J. K. Jerome, Tom Sharpe y Evelyn Waugh, y por qué no el Oscar Wilde de las grandes comedias, Wodehouse es nada más y nada menos que un pasatiempo adorable. Así lo entendió el cerebro y director de Anagrama, Jorge Herralde, quien lo rescató del olvido y de catálogos perdidos en el tiempo como el de Janés para infundirle nueva y lozana vida.

    La apuesta merece el reconocimiento, sin duda, de las actuales generaciones de lectores, cada vez más expuestas al consumo acrítico de los productos viles que expenden sin descanso los grandes grupos editoriales. Y es que no son pocos quienes creen que con el tan válido fin de entretenerse mediante la lectura de un libro es necesario recurrir a obras carentes de valor. La lista de grandes escritores cuya capacidad de seducir es instantánea y que no requieren del dominio de códigos crípticos para su comprensión y goce es, por fortuna, extensa.

    Wodehouse es uno de esos nombres que ningún crítico solemne incluiría entre sus lecturas confesables. Justamente por tan atendible razón es que vale la pena leerlo.



    La lucidez de un editor

    Cuando Anagrama apareció con fuerza en los estantes de las librerías, allá por los primeros ochenta, los autores elegidos fueron una sorpresa para muchos. Es que, sin prejuicios, se mezclaban escritores de reconocida densidad —Bernhard, Carver, Cohen, por citar algunos— con otros como Wolfe, Bukowski, Southern o Brautigan, en cuyas obras el humor, el sarcasmo o la ironía juegan roles preponderantes. Se combinaba, en síntesis, la literatura supuestamente “mayor” con la “menor”. Categorías absurdas, por supuesto, que el buen lector sabrá evadir en aras del disfrute.

    Wodehouse no desafina en Panorama de Narrativas. Por el contrario, le infunde a la prestigiosa colección una bienvenida dosis de jovialidad y abre nuevos rumbos para buscadores inquietos. Nadie saldrá arrepentido.
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    El narrador que buscó la alegría. El inefable Wodehouse con uno de sus amados perros.


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