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domingo,
03 de
junio de
2007 |
Para beber: ¿Whisky o whiskey?
En alguna oportunidad comenté que el whisky no es una de mis bebidas preferidas, si es por entrar en calor prefiero una copita de caña Legui. Pero hoy, con la estufa que no funciona y la ciudad sumergida varios grados bajo cero, acepto cualquier trago que haga arder las entrañas. A pesar del calor que aporta, este destilado de granos que incita a soltar la lengua no está destinado a una estación en especial. Recuerdo que en la familia de mi madre, donde todos supieron disfrutar de la dorada bebida, el frío o el calor les daba lo mismo. En aquellos años en que las playas de Punta Mogotes no eran el gentío actual, era impensable no llegar a la carpa con una canasta donde no se codearan los sándwiches de jamón redondo con la botella del festejado alcohol.
Un whisky es la mezcla de muchos whiskies, a esa combinación se la llama blend. En cada destilería hay un maestro mezclador que es el encargado de decidir, a partir de los aromas, el sabor y su percepción personal sobre cuál va ser la mejor mezcla. Veamos las diferencias, más allá de la e, entre el whisky escocés y el whiskey irlandés. Entre los siglos VI y IX Europa vivía tiempos difíciles y la práctica del cristianismo se había vuelto problemática. Irlanda, alejada del resto del continente, parecía el lugar adecuado para conservar las creencias religiosas, y con ese fin llegaban fieles de distintas procedencias.
Entre ellos, arribó un grupo de monjes provenientes de Oriente Medio portando un aparato conocido como alambique que usaban para destilar perfumes. Claro que en la isla no tardaron en darse cuenta de que el objeto servía para otros usos, por eso los irlandeses aseguran orgullosos que el arte de la destilación del whiskey nació en su país.
El primer paso fue destilar una mezcla de agua y cebada que produjo una bebida alcohólica a la que se llamó Uisce Beatha o Agua de la Vida, porque a falta de medicinas se trataba a los enfermos con una medida de ese preparado. En poco tiempo su popularidad creció hasta alcanzar todos los rincones del país. Para hacer whiskey se necesitan dos ingredientes fundamentales: agua pura y cebada.
Otro elemento necesario es la malta; cebada remojada en agua durante algunos días que después se seca. Las féculas de la cebada, absolutamente desconcertadas por el agua piensan que es primavera y empiezan a crecer y cuando están a punto se las seca. Se mezclan en grandes cubas de maceración removiendo constantemente cebada malteada y triturada con agua caliente.
Durante este proceso se disuelven las partículas sacarosas de los otros componentes de la malta. Cuando se separa el líquido sacaroso de las partículas sólidas se obtiene el mosto que se introduce en las tinas de fermentación. La levadura es la encargada de transformar el azúcar en alcohol y anhídrido carbónico, y a continuación se realiza la destilación. Antes de embotellarlo se reduce el contenido de alcohol al 43% añadiéndole agua.
La gran diferencia entre un whiskey irlandés y un scotch reside en que la cebada malteada en Escocia es secada sobre fuego de turba, que es lo que le da ese “ahumado” particular que está presente en todas sus marcas de whisky. En Irlanda la cebada malteada se seca en hornos con aire caliente, porque consideran que es una pena esconder su verdadero sabor detrás de humo. La segunda gran diferencia está en la destilación cuando se van purificando los diferentes tipos de alcohol.
El whiskey se destila tres veces porque así se logra una mayor suavidad, mientras que los escoceses lo hacen sólo dos y, más duro aún, el famoso bourbon americano que es destilado una sola vez.
Una recomendación: eso del “on the rocks” no va. Para apreciar su bouquet es mejor rebajarlo con agua a temperatura ambiente. De esta manera se potenciarán sus aromas; el frío del cubito tapará tanto lo bueno como lo malo.
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