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domingo,
20 de
mayo de
2007 |
La oscura noche del secuestro
El dramático relato de la esposa de Conti de los sucesos del 5 de mayo de 1976
Marta Scavac
Apenas entramos, unos diez hombres se nos vinieron encima. Inmediatamente me ataron las manos detrás de la espalda y me cubrieron con ropa la cara y la cabeza. Escucho que hacen lo mismo con Haroldo. Escucho luego un ruido de cadenas. No sabía de qué se trataba. Pensé que era un asalto porque escuché cómo revisaban toda la casa y rompían objetos. Les dije que no teníamos dinero, que no era una casa de ricos, pero seguían buscando y rompiendo. No entendía nada de toda esa pesadilla espantosa.
Distinguía dos voces entre todas, las del que al parecer dirigía todo, el “malo” del grupo, y otra suave, la del “bueno”, que me sacó del comedor y me llevó al escritorio. Lo escuchaba romper papeles, afiches que teníamos en las paredes, me decía: “Señora, ¿cómo una mujer de su clase se metió en esto?”. Le pedí que me explicara quiénes eran, qué querían. Me respondió que estábamos en guerra: “O nosotros los matamos o ustedes nos matan a nosotros”. Le respondí que nosotros no matábamos a nadie, que yo no conocía ninguna guerra en nuestro país. Escucho que sigue rompiendo papeles. Le suplico que no rompa el cuento que Haroldo estaba escribiendo. Después comprobé que dejó la máquina de escribir de Haroldo junto al borrador del cuento, intacta. Quedó sólo eso sin romper, como un símbolo. Comenzó a molestarse cuando me preguntó por qué había viajado a Cuba con Haroldo. Le dije que Haroldo había sido jurado de Casa de las Américas. Censuró además mi colaboración con Haroldo en la novela “Mascaró” y le pregunté qué tenía en contra de la novela. Me respondió que era una novela subversiva e insistió en por qué había colaborado en eso. Le expliqué que trabajaba junto a mi marido ayudándolo. Simultáneamente escuchaba cómo el “malo” le hacía preguntas a Haroldo. No podía distinguir bien las preguntas y respuestas, aunque se filtró la voz del “malo” diciendo: “Don Haroldo, ¿por qué se metió en esto? Lo va a pagar caro”.
Comienza a llorar el nene. Les pido que me dejen ir con mi hijo que lloraba de hambre. Haroldo escucha y grita: “Dejen que la madre esté con el nene, dejen a mi mujer, dejen que le dé la mamadera”. El “bueno” me pregunta cómo se prepara y cuando termino de darle las indicaciones, dice que me quede tranquila que él va a atender a Ernestito. Vuelve y me pregunta qué temperatura debe tener la leche para el nene. Yo le explico y le vuelvo a pedir que me deje atender a mi hijo. Me dice nuevamente que eso no podía ser, que me quedara tranquila, que él se había hecho cargo. Me quedé con la sensación de que él era padre o estaba por serlo. Estaba desconcertada. Seguían llevándose cosas y no entendía cómo podían actuar tan tranquilamente, siendo que la comisaría 29ª estaba a menos de dos cuadras. Lo que para nada era común era una mudanza a estas horas de la noche. Confiaba en que alguien se diera cuenta de la situación y que interviniera. Pero no pasó nada.
Ya no escucho llorar al bebé. El “bueno” viene a decirme que me quede tranquila, que Ernestito había comido. Le pregunto por mi hija, no entendía cómo tanto ruido no la había despertado. Me dice que está bien, que no me preocupe. Vuelve el “malo” y me informa: “Nos llevamos a su marido porque tenemos unas cuantas preguntas que hacerle”. En un momento de desesperación grité que quería despedirme de él. Interviene el “bueno” y me dice: “Yo la voy a llevar, señora”. Comienzo a llamar a Haroldo. Le pido que se acerque, le digo que no lo puedo ver y escucho su voz que me responde y siento su cuerpo próximo al mío. Me desespero tratando de verlo y tocarlo pero sigo con las manos atadas y la cabeza encapuchada. Haroldo me responde: “Estoy bien querida, no te preocupes por mí, cuidate vos y el nene, yo estoy bien”. Siento que Haroldo se acerca y me besa la barbilla, que era la única parte de la cara que tenía descubierta. Ahí me doy cuenta de que Haroldo no estaba encapuchado. Comienzo a gritar que no me lo lleven, quiero tender mis manos hacia Haroldo pero no puedo desatarme.
Siento que bruscamente nos apartan. Todo sucede rápidamente. Me tiran sobre la cama. Uno de ellos cubre mi cuerpo con el suyo y me pone un revólver en la nuca. El tipo que me estaba custodiando gritaba sin parar “no te muevas, no te muevas, no te muevas”. Pero no podía moverme. Apenas podía respirar con mi cara apretada contra el colchón. Escucho que se abre la puerta de calle y una voz llama al sujeto que estaba conmigo. Sale corriendo y ahora escucho un portazo y que cierran la puerta con llave. Me doy cuenta de que se han ido todos.
Trato, con gran esfuerzo. de incorporarme y llego al cuarto de mis hijos. No sé cómo logro desatarme y quitarme la ropa que cubría mi cabeza. Veo al bebito durmiendo, me acerco a la cama de Miriam y comienzo a llamarla a los gritos. Ella no me responde, mis fuerzas no dan más. Sigo llamando a la nena, enloquecida empiezo a sacudirla y siento un olor muy fuerte. Me doy cuenta de que estaba dormida con cloroformo. Ernestito comienza a llorar y Miriam abre los ojos enormes, sus pupilas están dilatadas. Le pongo un abrigo sobre el camisón y envuelvo al nene en una frazada. Comienzo a caminar por la casa hacia la puerta. En el piso hay que sortear objetos rotos, ropa, papeles y libros. Miro hacia el comedor y veo platos, cubiertos y restos de comida. Habían comido las milanesas que tenía preparadas.
Dejaron un sillón grande de cuero, allí siento a los chicos y me subo al respaldo tratando de alcanzar una ventana. La abro y salto a la vereda. No veo ningún coche vigilando. La nena me pasa al bebito y salta con mi ayuda. Comenzamos a caminar. Eran las seis de la mañana.
Llovía y hacía mucho frío. Cuando siento que las piernas no me dan más, veo pasar un taxi desocupado. Lo llamo y el taxista se detiene y baja a ayudarme. Le cuento lo que me había pasado y le pido que nos lleve hasta la casa de mis padres, pero le aclaro que no tengo un peso para pagarle, ya que me habían robado hasta las monedas. El taxista me dijo “señora, yo trabajo de noche y todos los días veo casos como el suyo, yo la llevo donde sea”. El hombre tapa la banderita del reloj del taxi, me ayuda a sentarme, acomoda a mis hijos y parte. No hablamos una palabra en todo el trayecto. Al llegar se baja y vuelve a ayudarme con los chicos. Me pregunta: “¿En qué puedo ayudarla?”. No sé quién es este hombre, ignoro su nombre, sólo tengo este medio para agradecerle profundamente su solidaridad. Jamás lo olvidaré.
Publicado en la revista Crisis, Nº 41, abril de 1986
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