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domingo,
06 de
mayo de
2007 |
[Lecturas] La inadaptación como universo
Palabras desde el zoo
Narrativa. "Desubicados", de María Sonia Cristoff. Sudamericana, 2006. 123 páginas, $25.
Por Marta Ortíz
In Situ es el nombre de una nueva colección que Sudamericana lanzó al mercado en el año 2006 y cuenta ya con varios títulos publicados que apelan a una escritura de corte ensayístico sin rótulo preciso, híbrida. Literatura ecléctica que elige el desvío, la fuga, la digresión en torno a un lugar público como espacio o territorio a desmenuzar, a escudriñar, a rastrillar.
Con “Desubicados” (octubre de 2006), María Sonia Cristoff (Trelew, 1965) expone su indagación in situ de uno de los espacios institucionales propuestos: el zoológico. Una narradora anónima y vulnerable intenta detallar en nueve capítulos las dificultades que padece a causa de su inadaptación a los ruidos molestos y otras cuestiones que —el texto informa— tienen que ver con un pasado calmo y provinciano que suma una permanente sensación de extranjería. La marca dominante de escritura es aquí el ensayo, que asimismo incorpora la crónica, el testimonio, el relato autobiográfico y el relato ficcional, y tal vez en esa libertad expresiva consista su mayor atractivo.
El gran escape Hay una decisión pendiente que atraviesa el texto hasta la última línea: la de irse de la gran ciudad en busca de mejor calidad de vida; se habla de un posible traslado a Entre Ríos. Entre tanto, el escape a las situaciones de estrés o “resaca existencial”, sólo encuentra alivio, conjuro, antídoto, en el zoológico: “Me acurruco en algún lugar entre las jaulas como un bicho más, y mi ánimo se apacigua. […] No por efecto de la contemplación, por cierto, más bien por el de la identificación. No era la única que estaba fuera de lugar”. Rosario, donde no hay zoológico, se presenta en el texto como ciudad dilema, una ciudad sin antídoto, se dice.
Se mueven las piezas de un juego de reciprocidad, de vaivenes comunes que anudan la “resaca existencial” que acosa a la narradora (o, si se quiere, a la especie humana), y el sufrimiento de los animales cautivos, por idéntica razón: intromisiones violentas a sus rutinas diarias: ruidos constantes, música, tránsito vehicular cercano, festivales callejeros, entre otros. Queda claro que al animal cautivo sólo se le permite adaptarse, es la víctima de una sociedad que le impone sus hábitos (pienso, en sintonía con las reflexiones de la autora, en el gran huevo de Pascua que se les ofreció a los animales durante la celebración de la última Semana Santa en el zoológico de la ciudad de Buenos Aires, relleno del alimento preferido de cada uno, hecho que fue ampliamente difundido por la TV local).
La gran urbe parece tan nefasta para los humanos como para los animales: “Vengo acá a encontrarme con la idea de lo animal, no con cada animal concreto. O, en todo caso, con el grupo de animales, todos indiferenciados, todos encerrados, vencidos. Vengo acá cuando me siento exactamente como ellos”. Palabras que se podrían anudar a otras, en el marco de la transcripción que Gustav Janouch hace de las ricas charlas con su amigo Franz, en Conversaciones con Kafka: “El animal nos resulta más próximo que el hombre. Ahí están las rejas. El parentesco con el animal resulta más fácil que con los seres humanos”.
Son constantes en “Desubicados” las referencias a libros sobre temáticas zoológico-humanas, desde nombrar a Ismael, el personaje de Melville en “Moby Dick”, que conjuraba su propia resaca reemplazando el ejército por el mar, a las palabras de la escritora Elizabeth Costello, personaje fetiche de J.M. Coetzee en La vida de los animales; desde la inquietante reflexión de John Berger en “¿Por qué miramos a los animales?” a la venganza ficcional contra los humanos ante la idea de domesticidad que se desata en “Crímenes bestiales”, de Patricia Highsmith, así como la transcripción del precioso poema “The Hippo”, de Theodore Roethke y la mención a ciertas revistas de divulgación y sitios de Internet que amplían la investigación in situ de la cual se pretende dar cuenta.
Haciendo pie con soltura en el difícil equilibrio entre el material que aportan la experiencia por un lado y las volutas ficcionales que tan bien por la vía del atajo inventado la refleja, la autora extiende su mirada irónica, comprometida, incisiva. Hay una sensación de inestabilidad, de camino al borde del abismo que tiene que ver con ese salirse de la ubicación original, tanto la del animal forzado al abandono de su hábitat y arrojado a una jaula, como la de este yo narrativo sin nombre, vulnerable y misterioso que ha debido abandonar el sur, su naturaleza esteparia, para subsumirse en la gran ciudad y habitar el entrepiso “que llamamos nuestro cuarto”, otra clase de jaula, sujeta, como las del zoológico, a infinita variedad de molestias cotidianas: “Encerrada entre estas cuatro paredes estaba: día y noche […] el resto de mis vecinos taconeaba en mi oreja y, a las seis de la mañana, la portera barría en mi oreja”.
Como ya lo hiciera Retpeter, el simio personaje del célebre cuento de Kafka “Informe para una academia”, el ejercicio del olvido del pasado y la sobreadaptación se perfilan como la salida imperfecta ante “esa sensación de haber caído en una trampa para la que ya no hay vuelta atrás”. En este punto de desequilibrio que afecta por igual a las especies humana y animal se juegan el cuerpo y el título del libro que alude, como es obvio, al no lugar propio.
No existe entonces, ese lugar adecuado donde vivir en libertad, a menos que cada uno lo resuelva, “como si un rayo les cayera y en vez de partirlos, les diera la clave, la respuesta”. Agotada la apelación a otras instancias, tras el despliegue de su denuncia con una prosa clara y a la vez rica y persuasiva, la autora destaca la intervención propicia del azar alumbrando sobre el final del relato, como la única esperanza.
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