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sábado,
07 de
abril de
2007 |
Opinión
La banalidad del orden
Análisis del anteproyecto de ordenanza para el reordenamiento urbanístico del anillo perimetral al área central de Rosario
Ana María Rigotti
Uno de los aspectos que han caracterizado a la administración de Rosario desde 1983 -en una continuidad que supo sortear la alternancia de colores políticos y graves coyunturas en la situación nacional-, ha sido el protagonismo que supo darle a la arquitectura y a los arquitectos en un proyecto de transformación urbana. Integrando jóvenes profesionales en renovadas oficinas técnicas; asegurando la visibilidad y calidad de los equipamientos cívicos mediante proyectos adjudicados por selección y reconocimiento, y confiando en la potencialidad creativa de la disciplina para la formulación de ideas y proyectos.
Los resultados de este romance con la arquitectura se hacen visibles en la importancia concedida a la recuperación de la costa como fachada representativa, la renovación de los espacios públicos, la cuidada factura de las sedes de descentralización municipal y otros equipamientos colectivos. Poner a Rosario en el mapa y construir un modelo deseable de gestión local se apoyó sin reservas, y en forma explícita, en la capacidad imaginativa e innovadora de la arquitectura y los arquitectos.
Ya a fines del •82 se planteaba un encendido llamamiento para que la gestión de las ciudades estuviera en manos de arquitectos. Años después, una resignificada competencia entre ciudades en una era global vino a confirmar que la gestión política en todo el mundo participa de este romance.
El anteproyecto de ordenanza para el reordenamiento urbanístico del anillo perimetral al área central que hoy está en debate en nuestra ciudad parece basarse, en cambio, en la desconfianza. ¿Por qué descreer ahora de la capacidad de la arquitectura para imaginar alternativas productivas para la ciudad de todos? En el anteproyecto mencionado se la condena a refugiarse en los barrios cerrados o en las áreas de reserva para planes especiales o planes de detalle, presa sabrosa para los grandes inversionistas inmobiliarios y una explotación sin freno del valor urbano que supimos conseguir con años de esfuerzo y dolor.
Con una normativa semejante no hubieran sido posibles algunas de las grandes obras de arquitectura de la ciudad. Ni La Comercial de Rosario y el Edificio Gilardoni (primeras obras en altura en bulevar Oroño); ni el Palacio Minetti ; ni la torre Unione y Benevolenza, el Farallón, el Mentor, el Mirador, el Altamira o las distintas exploraciones de la Cooperativa Rosarina de Vivienda. Tampoco, siguiendo su espíritu de atarse a lo existente, hubiera sido posible la Bola de Nieve, o las cúpulas del Palacio Fuentes, La Agrícola y la Inmobiliaria, alguna vez denostadas como emblemas del rastacuerismo local por los guardianes del buen tono de entonces.
¿Qué se propone en cambio? La crasa uniformidad de alturas, la regularidad como valor, una versión simplificada de la lógica abstracta de la ingeniería aplicada al disciplinamiento de las ciudades. ¿Quién construirá nuestros monumentos? ¿Sólo el Estado? ¿Estamos dispuestos a despreciar el supremo lirismo del rascacielos, ese que ensalzara Angel Guido como expresión suprema de la vital pujanza americana? ¿Queremos reproducir la vergonzante anécdota de la estructura de la torre del correo que debió ser demolida porque superaba la cota de la cúpula de la catedral?
La regularidad, el límite de altura ¿para qué? ¿Acaso la uniformidad de una pared urbana monolítica es garantía de aire, de luz y de estimulantes perspectivas? ¿Cuál es el conflicto, la densidad?, cuando no se alteran sustancialmente los índices edilicios, ni se instrumentan medidas específicas para garantizar el sol en los ambientes o las corrientes cruzadas. ¿Acaso el mal es la congestión?, cuando la persistente centralidad rosarina se reconoció como último bastión frente a la segregación social, y los autos que se contorsionan en sus calles son producto de una expansión de la planta urbana sin reglas.
Se trata, simplemente, de una opción estética. ¿Qué sueños sueñan los que sueñan con una Rosario chata? La añeja fantasía de una ciudad compacta y homogénea a la europea, de cornisas continuas y grandes obras jerarquizando la trama. Un sueño condenado al fracaso, ya que el modelo fue producto de la expansión por incorporación de grandes extensiones concebidas y construidas al unísono, o resultantes de brutales operaciones quirúrgicas con su corolario de expropiaciones y restituciones al mercado.
Una fachada urbana que enmascare diferencias y fragmentación. Una forzada estabilidad que eluda nuestro destino de caserío desdentado, "perpetuamente joven y sin embargo nunca sano, que pasan directamente de la lozanía a la decrepitud, que de su novedad tienen su ser y su justificación", como agudamente señalara C. Lévi-Strauss. Un gran basamento que actúe como bajo continuo de preciosas gemas, ya rancias, las áreas de protección histórica. Raídos fantasmas de un pasado sin gloria, preñados de melancolía. En ellos se cifran las esperanzas de una ciudad temática apta para el consumo turístico.
¿Y qué conmemoran estos nuevos monumentos por decreto, que curiosamente son los únicos fragmentos de homogeneidad que queremos embalsamar? ¿A activos agentes de la reducción de la vivienda a mercancía, que tentaron a jóvenes profesionales para trocar especulación disciplinar en especulación inmobiliaria? ¿La "operación infortunada" de la vivienda del trabajador, que por su pésima calidad provocó un grave conflicto con los adjudicatarios, reconociéndoles una quita de la mitad de su precio?
¿Y qué queda para la arquitectura, el único arte esencialmente optimista? No se le reclaman sueños, ni reflexión, ni ilusiones, ni soluciones imaginativas; sólo conformidad, atribuyéndonos sin titubear el rol de sumisos agentes de la especulación inmobiliaria. Se condena de antemano la posibilidad misma de todo impulso creativo, de toda idea innovadora? Se prefiere la mediocridad opaca del formulismo normativo.
(*) Investigadora independiente del Conicet Profesora de Historia de la Arquitectura UNR Profesora de la Maestría en Historia y Cultura de la Arquitectura y la Ciudad UTDT
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