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 domingo, 03 de diciembre de 2006  
Para beber: un amigo fiel

Gabriela Gasparini

Está más que comprobado que una vez que uno empieza a disfrutar del vino difícilmente se pueda dejar el placer de su compañía. Amigo fiel en los mejores y en los peores momentos, una buena copa enaltece las pasiones, y aplaca las penas. No hace falta extenderse mucho en estas afirmaciones porque, unos más otros menos, todas tenemos bastante en claro los beneficiosos efectos que surte en nuestro espíritu.

Claro que las ventajas de su ingesta dicen que no terminan ahí. Hace tiempo que nos venimos enterando, paradoja francesa y dieta mediterránea mediante, sobre sus bondades para prevenir problemas cardíacos. Todas leímos o escuchamos sobre las propiedades antioxidantes del vino tinto que se traducen en el efecto protector brindado por la acción de los flavonoides, y otros componentes que actúan sobre los lípidos plasmáticos, básicamente el colesterol bueno o HDL, las plaquetas o la coagulación sanguínea en la protección del sistema cardiovascular.

Un paso más adelante, otros científicos afirman que su consumo moderado ya no sólo es beneficioso para prevenir enfermedades de tipo coronario sino también de tipo cancerígeno, diabetes, o incluso Alzheimer siempre que no haya contraindicaciones de alguna índole. Pero eso no es nuevo, ya 400 años a.C. Hipócrates decía que "el vino es cosa admirablemente apropiada al hombre, tanto en el estado de salud como en el de enfermedad, si se administra oportunamente y con justa medida, según la constitución individual".

Y en la Edad Media eran muy apreciadas sus cualidades medicinales, utilizándolo como antiséptico se le agregaba al agua para hacerla bebible. Y así su fama creció, y hubo quienes confundidos creyeron que era lo mismo comer la fruta que tomar su jugo, y en él trataron de encontrar una cura para un malestar físico. El caso al cual voy a referirme es la de un personaje que descubrió en el vino el medio que le hubiera permitido hacer su vida mucho más llevadera, o por lo menos eso creía.

El escultor de madonnas

La anécdota que transcribo la cuenta Leonardo Da Vinci en su libro de cocina, y pinta a uno de esos personajes que existen en todos los pueblos, que pueden ser cuestionables, pero que son decididamente queribles y, las más de las veces, deliciosos: "Cuando Gregorio Pacioli, el escultor de madonnas veneciano, recibió el consejo de que encontraría solución al estreñimiento que había sufrido durante toda su vida en las uvas, no se detuvo a preguntar en qué forma habría de tomarlas, sino que lo hizo en su forma líquida. Desde entonces, cada día bebía seis botellas de excelente vino de uvas, sin diluirlo con miel o con agua. Y no volvió a sufrir de nuevo de estreñimiento hasta el final de su vida, que fue 12 años después de esto. Y tampoco, para gran extrañeza del Senado de Venecia y de otras personas, volvió a hacer ninguna madonna más. Y esto fue una gran sorpresa para el Senado pues él estaba, al principio de este período de tiempo, en obligación de entregarles 36 madonnas por las que le habían pagado con gran adelanto, y entonces hubieron de cruzarse de brazos y ver cómo gastaba sus ducados en la bebida. Y poco tiempo antes de morir, Pacioli confió a su hermano que si hubiera sabido de las uvas antes, este conocimiento habríale evitado todas las penas de su vida anterior". Y difícilmente se estuviera refiriendo a su problema intestinal.

Y ya que usé tantas frases ajenas voy a terminar con una de Alexander Fleming, quien sin dejar de priorizar el uso de medicamentos tradicionales, comprende que nuestra noble bebida hace su parte. No olvidemos que a veces es menester curar primero el alma para luego sanar el cuerpo: "Es la penicilina la que cura a los humanos, pero el vino es el que los hace felices".



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