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 domingo, 03 de diciembre de 2006  
Interiores: Bordes

Jorge Besso

Los bordes vienen directamente emparentados con los límites de forma tal que no se pueden comprender los unos sin los otros al punto que un borde es un límite y un límite es un borde. Cada individuo tiene sus propios bordes con los que recorta su lugar y su implicación en el mundo, y la gente en este sentido se divide, según estén más próximas al extremo cerrado o a su opuesto, el extremo abierto. Claro que también están aquellos que circulan blindados por el mundo, herméticamente cerrados con relación a los otros y tal vez respecto de ellos mismos. O en el extremo opuesto aquellos explícitamente abiertos, al punto de siempre estar dispuestos a abrir su pasado y su presente.

La palabra borde es de vieja data, pero adquirió consagración pública a partir de la célebre película de Pedro Almodóvar, "Mujeres al borde de un ataque de nervios", donde el término llevó al otro extremo que une en su oposición a dos palabras: del borde al desborde. Siempre que se produce "un ataque de nervios" es porque un borde se ha saltado, un límite se ha traspasado, y alguien (se dice) se sale de sus casillas, una expresión muy elocuente que muestra mejor que muchas cómo en esas situaciones y actuaciones de desequilibrio, el ser más oculto de alguien salta a la superficie para desconcierto del que está al lado.

Pero aun el propio "sacado", luego de atravesado el episodio, no se reconoce del todo en su actuación ya pasada, ahora que vuelve a estar replegado dentro de los límites y de los bordes de su actuación más habitual. Además el desborde suele aludir a otro sentido distinto del anterior. Es cuando se dice de alguien al que la situación, en definitiva los problemas, lo han desbordado. En este caso el individuo en cuestión no despliega una sobre actuación como en el caso anterior, sino que por el contrario son los problemas y las cosas las que sobre actúan con lo que el desbordado advierte, sin poder hacer demasiado, que todo se le "viene encima", según la expresión popular. Se trata de una de las manifestaciones más habituales del estrés ya que el estresado no es otra cosa que un desbordado en el que las exigencias internas no son distinguidas como tales, y por lo tanto son tomadas como exigencias externas, es decir como presiones de la realidad.

La cuestión de la realidad, tan agitada y vapuleada por todos los medios, es algo complejo para todos, en tanto quien más quien menos, se jacta de tener un conocimiento adecuado y actualizado de la complicada realidad. En este sentido habría que decir que en términos generales adjudicarse un conocimiento adecuado de la realidad es una jactancia respecto de la cual nuestro diccionario da una breve y contundente definición: jactarse es una alabanza propia, desordenada y presuntuosa. En suma, lo menos que podemos decir es que quien hace gala de conocer la realidad se está alabando de forma presuntuosa y sin orden, en tanto es imposible abarcar toda la realidad de la cual a lo máximo que podemos aspirar es a tener un conocimiento parcial.

En este punto lo mínimo y lo máximo coinciden, ya que lo mínimo que necesitamos conocer de la realidad es prácticamente la cota máxima que podemos alcanzar al respecto. En el fondo no se trata de nada demasiado extraño dado que es necesario no olvidar que la realidad se divide en dos, ambas igualmente complejas:

u La realidad exterior.

u La realidad interior.


Esta doble realidad habla claramente de la complejidad de los humanos que han de captar la realidad exterior a través de su realidad interior, que es como decir que los individuos son capaces de ser objetivos (cuando pueden) a pesar de ser subjetivos. Hace muchos años en la escuela primaria había una práctica muy usual y bastante temible que eran los dictados, que consistían precisamente en el dictado de una serie de palabras sueltas que, dictadas por la maestra, los pequeños alumnos debían escribir en sus respectivos cuadernos. Representaban una prueba objetiva del estado actual de la ortografía del infante. Por supuesto en aquellos tiempos la corrección por parte de la maestra se hacía en lápiz rojo. Lápiz censurador que dejaba fuertemente marcados los errores, y en algunas ocasiones los horrores de ortografía. No interesa aquí el valor pedagógico del recurso de la enseñanza, sino que simplemente viene a modo de ejemplo. De pronto la señorita anunciaba con cierta solemnidad y gravedad: dictado. Momento que a partir del cual se ponía en marcha un dictado exterior que el alumno debía resolver a partir de un dictado interior.
En medio de la presión de estos dos dictados se encontraba con cierta comodidad, o con notoria incomodidad, el pequeño sujeto que debía resolver la exigencia externa con el impulso interno de escribir tal palabra de un modo determinado. Muchas veces con las dudas de si era el correcto.

De esta manera cada cual recorre el camino de su turno de existir tratando de conjugar como puede estos dos dictados, el externo y el interno, separados por un borde que debe tener el espesor suficiente para configurar un límite, pero al mismo tiempo dicho borde no debe constituir una barrera demasiado infranqueable de modo que el sujeto en cuestión no viva en una burbuja o en un termo reforzado. Protegido, pero aislado. El campo del amor (en definitiva en todos) es quizás uno de los lugares donde más se ponen en juego los dictados internos, con los dictados externos. Es que el amor vendría a ser una suerte de desborde compartido para que luego cada uno pueda volver a su termo, es decir a ese punto de descanso, en rigor el único punto posible, equidistante de los dictados externos e internos, donde cada cual puede respirar en paz con las cosas y consigo mismo. Nada más ni nada menos que habitar la realidad, y a la vez poder habitarse.
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