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 domingo, 10 de septiembre de 2006  
[Primera persona] Juan Bautista Ritvo
La cultura de la melancolía
En su nuevo libro de ensayos el psicoanalista investiga los orígenes y las figuraciones históricas del decadentismo en la literatura europea y argentina

Federico Donner

Si tuviésemos que escenificar el espíritu del fin de siècle, la belle époque, elegiríamos, casi sin pensarlo, el ámbito del cabaret. ¿La ciudad? París, por supuesto. Sin duda que las grandes transformaciones de la modernidad —en todos los aspectos— le estaban dando una fisonomía a la ciudad-luz que desestabilizaba al más equilibrado de sus habitantes. En el cabaret —carnaval, inversión, confusión de los roles sociales así como también de las ideas estéticas— se cruzaban y se confundían, hasta casi fusionarse en un gran chorro de lava humana, los grandes poetas, los agitadores anarquistas, los actores de poca monta, truhanes, opiómanos, jóvenes tísicos, paysans, flâneurs.

  En ese lugar del encuentro de lo bello y lo bajo, del lujo y la tisis, surge una actitud, un síntoma: el decadentismo. Este síntoma desfasa las formas de la figuración que eran canónicas tanto en Europa como en el Río de la Plata. Delineando y rodeando esas interrupciones, Juan Bautista Ritvo, en su nuevo libro, “Decadentismo y melancolía”, nos enfrenta, a través de ensayos de tonos variados, a la reaparición de la cultura de la melancolía en la modernidad.

  —¿Cuáles serían los rasgos que le atribuye al género ensayo? ¿Y qué es lo que interrumpen los “ensayos de interrupción”, como llama a sus textos?

  —Los ensayos de interrupción interrumpen todos los géneros, incluso y fundamentalmente el género llamado universitariamente ensayo. Si el ensayo instaura una excepción a los géneros (y tiene el mismo alcance formal que la excepción en política y en historia), intentar prever sus rasgos equivale a intentar eliminar la excepción. En un sentido estricto, el ensayo interrumpe el flujo de lo calculable, de lo manipulable; interrumpe los flujos narrativos, los flujos pautados y codificados para la argumentación en las disciplinas llamadas humanísticas.

  —Melancolía significa, literalmente, “bilis negra”. ¿Cómo define la melancolía en tanto experiencia retórica, poética? Además, ¿en qué se diferenciaría la melancolía retórica de la melancolía en sentido vulgar, de la nostalgia, de la tristeza e, incluso, de la depresión?

  —La melancolía clínica no se confunde ni con la tristeza ni menos todavía con la depresión. Si puedo decirlo de un modo sumario y preliminar, el melancólico ha sufrido el rechazo radical del deseo materno y responde, con modos para nada ajenos al delirio y a veces a la euforia, juzgándose muerto desde siempre: es su refugio (muchas veces estable) para soportar la vida e imponer a los otros su dolorosa presencia; el melancólico se sostiene en su odio soterrado. En cambio, lo que llamo “tradición melancólica”, a pesar de algunos rasgos comunes, sobre todo los que declaran el sinsentido de la existencia y la inutilidad del deseo, es otra cosa; yo diría, una lógica de lo fulminante, que etimológicamente es el rayo y que significa lo explosivo e instantáneo. Etimológicamente, lo has mencionado, melancolía significa “bilis negra”, una expresión curiosa: no posee ningún significado determinado. Como si en el origen sólo hubiera una causa de enfermedad, de trastorno, de demolición del cuerpo que se reduce a algo negro, es decir, a algo sin propiedad alguna asignable; un objeto estúpido e insignificante, diría un experto en el tema. Así, retórica y poéticamente, la tradición melancólica de Occidente es lo que gangrena desde adentro, las obras, las funciones, las instituciones.

  —Usted distingue la ideología del fin de siècle, es decir, la decadencia, del decadentismo. ¿Cómo se inscribe, por un lado la lógica de la melancolía en el fin de siècle? Además, ¿cómo se vinculan y en qué se diferencian decadencia y decadentismo?

  —Como la expresión francesa fin de siècle designa un horizonte mítico, la espera del fin de una civilización, de un mundo, que está presente en los discursos europeos del último cuarto del siglo XIX, espera que es también esperanza religiosa de resurrección, la tradición melancólica, que se trasvasó desde textos equívocamente considerados médicos y psiquiátricos a la literatura, y especialmente a Baudelaire y Lafforgue, afecta ese pesimismo sin duda tramposo y satisfecho, a través del decadentismo, que es la sublimación de la decadencia y no algo idéntico a ella. Esta distinción, creo, es un descubrimiento mío; y la verdad, me ha ayudado como guía para delimitar una materia que se me escapa por todos lados. En realidad, el decadentismo es, por así decirlo, un estado intermedio profundamente afectado por el fetichismo. Se dirige al fin, pero se detiene en un momento no último, sino penúltimo: allí monta su escena contradictoria, insostenible incluso, en la que confluyen la ironía, el humor, la vanidad, la desesperación, el culto a lo suntuario y el odio a esto mismo, la inmersión en el infierno y el anhelo de pureza y, sobre todo, en la imposibilidad de superar lo que Nietzsche llamó nihilismo activo.

  —Los manuales literarios han tendido a subordinar al decadentismo como una negatividad del simbolismo. ¿Por qué cree que el decadentismo ha sido considerado una poética menor?

  —El simbolismo nace de una falsa interpretación de la obra de Mallarmé; y si tuvo éxito a pesar de la espiritualidad vaga y amorfa que testimonia, es porque censuraba al “decadentismo”. ¿Quién quiere reconocerse afecto al decadentismo cuando toda la cultura exhorta al optimismo, al equilibrio, a la moderación? Lo que quiero decir es que el decadentismo no es una doctrina sino un síntoma cultural que hay que saber leer: la brusca irrupción de algo a la vez discorde, tenso, rico y capaz de desgarrar los valores supuestamente mejor establecidos.

  —En su caracterización del plexo “decadentismo”, usted menciona a la esterilidad como hermafroditismo y a la descomposición como “fosforescencias de la podredumbre”. ¿Cómo sería un estilo retórico estéril y cuya forma está siempre en descomposición?

  —El hermafrodita es más bien una figura provocativa de la época, y aunque sigue siendo el dios de la impotencia y en este sentido no supera el mero escándalo de reunir aspectos de los dos sexos en una pura y simple yuxtaposición, también evoca a Dionisos que representa a la mónada anárquica, a la mezcla de las polaridades (lo activo con lo pasivo) sobre el trasfondo de la femineidad, irreductible. La esterilidad, de su parte, anuncia el rehusamiento a las obras, a la productividad, al cumplimiento de los deberes sociales, y no en cualquier época sino en la segunda mitad del siglo XIX: mi libro gira enteramente sobre esa época y su prolongación en los comienzos del siglo XX. La fosforescencia de la podredumbre es algo clave; expresión de Gauthier a propósito de Baudelaire, retomada luego por diversos autores: anuncia justamente lo que una expresión francesa designa con mucha precisión, faisandé, que es lo que comienza a corromperse, no lo corrompido; empieza y allí el arte lo congela en un instante fetichista. Esfuerzo inestable, siempre al borde de la disolución, habitado por tentaciones y tensiones contrarias: el decadentismo francés de fin del siglo XIX es la mejor y quizá penúltima (la última es nuestra época) recepción de la tradición melancólica.

  —Foucault, en el capítulo IX de “Las palabras y las cosas”, sostiene que las analíticas de la finitud constituyen lo más propio del pensamiento moderno, a la vez que su atolladero. En cambio, usted dice que el decadentismo es la experiencia de la mala infinitud. ¿En qué medida puede pensarse al decadentismo como la gran actitud moderna y, a su vez, como descomposición de la subjetividad desde la infinitud?

  —El tema es arduo. Yo dudo mucho que se pueda identificar el modernismo con la finitud: no hay finitud que no se defina ya sea en oposición, ya sea en acuerdo, a la infinitud. La infinitud, salvo en matemáticas, que puede hacerlo porque la matemática no odia, no ama, es decir, porque no habla, es monstruosa, inconcebible y sólo podemos pensarla bajo la especie de lo inconmensurable. Hegel hablaba de mala infinitud para referirse a la línea recta, que no tiene ni origen ni fin: es el vértigo, terrible vértigo. Pero, ¿cómo sostener una infinitud en la que el principio y el fin se toquen y cierren así el círculo, sin incurrir en lo monstruoso o en lo risible?
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Definición. "El ensayo interrumpe los flujos codificados para la argumentación", dice Ritvo.

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