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 domingo, 18 de junio de 2006  
Jericoacoara: el atardecer insuperable

Hernán Lascano / La Capital

De cara al océano, cuando termina la tarde, el mundo comparece como trazado sobre un paño. A un lado, una duna blanca infinita que cae vertical al agua. De frente, la costa inmensa y las vetas rasgadas de un cielo escarlata. Al otro, la pequeña villa bajo una multitud de palmeras, los botes y las jangadas de los pescadores, la playa ilimitada de la bajamar. Una geografía que quedará completa sólo con las voces que cantan a coro a lo lejos, el ritmo moroso de tambores creoulos y berimbaus, los contornos de cuerpos que se rozan y danzan capoeira.

Estar en Jericoacoara, una playa a 280 kilómetros al oeste de Fortaleza en la costa Sol Poniente del Estado de Ceará, es un viaje a la incredulidad, una percepción de estar en el Brasil que uno anhela encontrar cuando va a Brasil. Este poblado de pescadores invita, casi excluyentemente, a tirarse a disfrutar de la arena y el mar templado. El litoral sobre el que se monta es interminable para un costado. Para el otro un morro recorta la extensión de playas, que surgen sin embargo como pequeñas caletas sobre un relieve caprichoso, ideal para caminar, con puntos panorámicos para el asombro.


Los caseríos del camino
Jericoacoara es, también, una villa veraniega dibujada en calles de tierra ferrosa, colmada de negocios, restaurantes y locales de artesanías, con una noche animada y seductora en los bares de la playa, donde convergen y se encuentran vecinos y viajeros. El trayecto en micro desde Fortaleza, que dura cinco horas, es la proyección de una topografía plural con palmeras y árboles tropicales, serranías estribadas como por el paso de un tenedor, caseríos y pueblos que brotan como por encanto. Personas mirando TV echadas sobre hamacas que se advierten por las puertas y ventanas abiertas de las casas. Esas casas blancas con imágenes de santos en las paredes, techos triangulares de tejas castañas y rojas que confirman la presencia en el nordeste.

La ruta termina y empieza una senda de arena. Hay que transitar 50 minutos por ese camino en un vehículo de tracción -los llaman jardineras- hasta llegar a Jericoacoara. Las opciones allí son todas. Quedarse en la pura contemplación de la playa es no poco convincente. Pero también es aconsejable moverse por allí en paseos a caballo o bicicleta, tomar clases de capoeira o windsurf y salir de excursión en buggy por la arena hacia el oeste, en excursiones que incluyen almuerzo en lugares típicos al borde del agua.

De esa forma se llega por ejemplo a Tatajuba, un pueblo de pescadores que debió ser reconstruido luego de que las dunas siempre móviles que se desplazan por acción de los vientos cubrieran hasta la desaparición al asentamiento originario. Para llegar los buggies deben atravesar áreas pantanosas llamadas manguezales, cruzar en balsa un río y un brazo de mar y transitar kilómetros de playa hasta acceder a una cordillera arenosa. Una delicia es hacer sandboard por las laderas de las dunas, deslizándose sobre tablas por las pendientes verticales hasta dar con el cuerpo en las lagunas naturales de agua dulce que se encuentran al pie.

En Tatajuba será inolvidable zambullirse en la inmensa laguna Da Torta y llegar en bote a vela hasta un parador de madera y paja de palmera asentado en medio del agua. Es la barraca de Didí, un oasis para volar entre tragos a base de las frutas más variadas y exquisiteces del mar para el aplauso: camarón, langosta, peces frescos atemperados como róbalo y pargo, langostinos, cangrejo rojo y sirí.


En buggy hacia las lagunas
Otra variante es, hacia el este, internarse en el Parque Nacional de Jericoacoara y trasladarse en buggy por médanos extensos hasta dos magníficas lagunas dulces, Azul y Paraíso, ambas ideales para nadar y con opciones gastronómicas múltiples en sus riberas. También caminar desde Jericoacoara una hora hacia el este y llegar a la Pedra Furada, un risco con una abertura natural que se alza sobre el océano abierto y brioso.

Para hospedarse hay calidades y variantes también numerosas. Casas de pescadores, hostales, posadas con comodidades generales, todas con hamacas en los balcones y piscinas, hasta hoteles más sofisticados como el Mosquito Blue, de una amable arquitectura que se confunde con la vegetación exuberante del lugar y que dispone de un restaurante panorámico sobre la playa.

Nada debe ser mejor en este espacio de mitad del mundo que ver el crepúsculo y luego el cielo negro ecuatorial manchado de extrañas estrellas. Un trago de cachaça, una cazuela de feijao, la resonancia del portugués ventando en la playa y agua salina para nadar de noche. "Tablas coladas en crestas de olas/ y olas suspendidas en el aire/ pájaros cristalizados/ en el blanco del cielo/ y yo/ atontado en la arena/ perdiendo mis pies", canta Chico Buarque en su último disco. No aclara, el bueno de Chico, si estuvo en Jericoacoara.
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