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 domingo, 18 de junio de 2006  
[Rescates]
Baudelaire, un corazón al desnudo
Paradiso Ediciones presenta una selección de la correspondencia del autor de "Las flores del mal". Aquí se incluyen tres de sus cartas

Charles Baudelaire

A Marie Daubrun

Señora,

¿Es posible que no vuelva a verla? Para mí lo importante es esto: llegué a ese punto en que su ausencia ya es para mi corazón una enorme privación.

Cuando me enteré de que renunciaba a posar y yo era la causa involuntaria, sentí una extraña tristeza.

Quise escribirle, aunque no me gusta mucho escribir cartas; casi siempre son un motivo de arrepentimiento. Pero no arriesgo nada, porque tomé la decisión inflexible de entregarme a usted para siempre.

¿Sabe que nuestra larga conversación del jueves fue muy particular? Esa conversación precisamente me dejó en un estado nuevo y es la razón de esta carta.

Un hombre que dice: "La amo", y que ruega, y una mujer que responde: "¿Amarlo a usted? Nunca. Uno solo tiene mi amor, maldigo al que venga después de él; sólo obtendría mi indiferencia y mi desprecio". Y ese mismo hombre, para tener el placer de mirar mucho más tiempo sus ojos, deja que le hable de otro, que sólo hable de ese otro, que se exalte por él y que piense únicamente en él. De todas esas confesiones resulta un hecho muy singular, y es que para mí, usted no es simplemente una mujer a la que se desea, sino una mujer a la que se ama por su franqueza, por su pasión, por su frescura, por su juventud y por su locura.

Perdí mucho en estas explicaciones, usted es tan tajante que tuve que ceder inmediatamente. Pero señora, ganó mucho con mi sumisión: me inspiró respeto y una estima profunda. Por favor siga siempre así y conserve esa pasión que la hace tan bella y tan feliz.

Vuelva, se lo suplico, y seré amable y modesto en mis deseos. Merecía que me despreciara cuando le respondí que me conformaría con migajas. Mentía. ¡Oh si supiera lo bella que estaba esa tarde! No me atrevo a elogiarla, es muy banal... Pero sus ojos, su boca, toda su persona, viva y animada, pasa ahora ante mis ojos cerrados, y siento que es definitivo.

Vuelva, se lo pido de rodillas; no le digo que me encontrará sin otro amor, pero sin embargo no podrá impedir que mi espíritu ronde sus brazos, sus bellas manos, sus ojos donde se aloja toda su vida, toda su adorable persona carnal; no, sé que usted no puede; pero tranquilícese, usted es para mí un objeto de culto y no puedo mancillarla; siempre la veré tan radiante como antes. (...).


A Richard Wagner
Viernes 17 de febrero de 1860

Señor,

Siempre imaginé que por más acostumbrado que un artista esté a la gloria no es insensible a un elogio sincero, cuando ese elogio es como un grito de reconocimiento, y por último ese grito puede tener el valor de un género singular cuando viene de un francés, es decir, de un hombre poco hecho para el entusiasmo y nacido en un país donde ya casi no entendemos nada de poesía y de pintura, y menos de música. Ante todo quiero decirle que le debo la alegría musical más grande que alguna vez sentí. Tengo una edad en la que ya no es divertido escribirle a los hombres célebres, yo habría vacilado durante mucho tiempo en testimoniarle por carta mi admiración, si todos los días no tuviera frente a mí artículos indignos, ridículos, en los que se hacen todos los esfuerzos posibles para difamar su genio. Usted, Señor, no es el primer hombre con el que mi país me hizo sentir vergüenza. En fin, la indignación me llevó a manifestarle mi reconocimiento; me dije: quiero distinguirme de todos esos imbéciles.

La primera vez que fui a los Italianos para escuchar sus obras, no estaba bien predispuesto, e incluso, se lo confieso, estaba lleno de horribles prejuicios; pero se me puede excusar; me he dejado engañar muchas veces; escuché tanta música de charlatanes pretenciosos. Pero usted me venció rápidamente. Lo que sentí es indescriptible, y si promete no reírse, trataré de traducírselo. En primer lugar tuve la impresión de que ya conocía esa música, y más tarde pensando en eso, comprendí de dónde venía ese espejismo; tenía la impresión de que esa música era mi música, y que la reconocía como cualquier hombre reconoce las cosas que está destinado a amar. Para otro que no fuera un hombre de espíritu, esta frase sería inmensamente ridícula, sobre todo escrita por alguien que, como yo, no sabe de música, y cuya educación se limita a haber escuchado (con gran placer, es cierto) algunos bellos fragmentos de Weber y de Beethoven.

La grandeza fue el rasgo que me sorprendió principalmente. Representa lo grande, y empuja hacia lo grande. Encontré en todas partes en sus obras la solemnidad de los grandes ruidos, de los grandes aspectos de la Naturaleza, y la solemnidad de las grandes pasiones del hombre. Uno se siente rápidamente arrebatado y subyugado. Uno de los fragmentos más extraños y que más me aportaron una sensación musical nueva es aquel destinado a pintar un éxtasis religioso. El efecto producido por la Presentación de los invitados y por la Fiesta nupcial es inmenso. Sentí toda la majestad de una vida más grande que la nuestra. Algo más: a menudo experimenté un sentimiento de naturaleza un poco rara, el orgullo y el regocijo de entender, de dejarme penetrar, invadir, voluptuosidad verdaderamente sensual, y que se parece a la de ascender o navegar en el mar. Y la música al mismo tiempo respiraba algunas veces el orgullo de la vida. En general tuve la impresión de que esas profundas armonías se parecían a los excitantes que aceleran el pulso de la imaginación. (...)

Yo había empezado a escribir algunas meditaciones sobre los fragmentos de Tannhäuser y de Lohengrin que habíamos escuchado; pero reconocí la imposibilidad de decir todo.

Así podría continuar esta carta interminablemente. Si usted pudo leerme, se lo agradezco. Sólo me queda agregar unas palabras. Desde el día en que oí su música, me dije siempre, sobre todo en las horas complicadas: Si pudiese oír al menos esta noche un poco de Wagner. Sin duda hay otros hombres que piensan como yo. En suma, tiene que estar satisfecho del público cuyo instinto es muy superior a la mala ciencia de los periodistas. ¿Por qué no da usted algunos conciertos agregando fragmentos nuevos? Nos hizo conocer un sabor anticipado de deleites nuevos; ¿tiene derecho a privarnos del resto? Una vez más, Señor, le agradezco; me hizo revivir y de manera espléndida, en horas no muy buenas.


A Charles Asselineau
5 de febrero de 1866

...No me resulta fácil escribir. Si tiene un buen consejo para darme me haría un favor. Para hablar claro, estoy enfermo desde hace casi veinte meses... En febrero del año pasado, una violenta neuralgia, o reumatismo agudo, lancinante; casi quince días. ¿Tal vez sea otra cosa? En diciembre retorna la misma afección. -En enero, otra aventura: una tarde, en ayunas, me pongo a rodar y a trastabillar como un borracho, agarrándome de los muebles y arrastrándolos conmigo. Vómitos de bilis o espuma blanca. La secuencia es invariablemente ésta: me siento perfectamente bien, estoy en ayunas, y de golpe sin preparación ni causa aparente siento un vacío, distracción, estupor y después un atroz dolor de cabeza. Necesito acostarme imperiosamente a menos que en ese momento ya esté acostado de espaldas. -Enseguida sudor frío, vómitos, un gran estupor. Para las neuralgias me recetaron píldoras compuestas de quinina, digital, belladona y morfina. Después, aplicaciones de agua sedativa y trementina, completamente inútiles según creo. Para los vértigos, agua de Vichy, valeriana, éter y agua de Pullna. -El mal persistió. Ahora tomo píldoras que, por lo que recuerdo, están compuestas de valeriana o de óxido de zinc, asa fétida, etc., etc. ¿Será un antiespasmódico? -El mal persiste. Y el médico pronunció la gran palabra: histeria. En buen francés: arrojo mi lengua a los perros. Quiere que pasee mucho, mucho. Es absurdo. Además de que al volverme tímido y torpe la calle se me hizo insoportable, no hay modo de pasear por aquí a causa del estado de las calles y los caminos, sobre todo con este tiempo. Por primera vez cedo al deseo de quejarme. ¿Conoce este tipo de dolencia? ¿La había visto alguna vez?(...)
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En la intimidad. Baudelaire demuestra todo su genio en sus cartas.

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