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domingo,
18 de
junio de
2006 |
Editorial
Que la política no sea un obstáculo
Los personalismos continúan reinando sin perturbaciones en el escenario político argentino, necesitado de un cambio que se refleje en parámetros más maduros y menos individualistas. La ciudadanía debiera propiciar una modificación de discursos y comportamientos, para erradicar de manera definitiva la violencia verbal y la vocación hegemónica ilimitada.
La Argentina está atravesando un exitoso ciclo, signado por una recuperación a la cual no resulta exagerado calificar de excepcional. Indudablemente apoyado en una coyuntura favorable en el terreno externo, pero al mismo tiempo beneficiado de modo innegable por una profunda reversión de los parámetros de la política económica nacional, el país abandona lenta pero seguramente el abismo de la crisis, aunque aún le quede por pagar la inmensa deuda social que se refleja en graves desigualdades. La preocupación que subyace se relaciona con el rol que pueda desempeñar la política: es que para salir definitivamente del pozo se requiere una madurez de la cual todavía parece carecer un importante sector de la dirigencia.
Los recientes choques dialécticos entre el gobierno y un sector de la oposición han creado preocupación porque la regla del juego establecida parece responder a una lógica peligrosa. Esta norma resulta similar en cierto sentido a la que imperó durante la violenta década del setenta, escuela de todos aquellos que repudian el diálogo y la convivencia civilizada tanto en uno como en otro sector del arco ideológico. Se vincula, esencialmente, con la negación absoluta del otro y el intento de reducirlo a la nada: en los años donde la violencia política imperaba, dicha modalidad discursiva se solía hermanar con métodos mucho más drásticos. Hoy día tales barbaridades se encuentran por fortuna lejos, pero en las palabras de ciertos dirigentes sobreviven los restos de una manera desafortunada de entender el juego político.
Cuando la voluntad de hegemonía excede los límites deseables se dispara un riesgo para la sociedad toda, que ya ha sido testigo de la puesta en escena de argumentos similares. "Yo o el abismo", parecen afirmar entre líneas y a veces explícitamente quienes ponen en práctica esquemas de dicha clase. Y ya se sabe: el que no existan imprescindibles dista de constituir una desventaja para una democracia que se jacte de haber alcanzado el grado de madurez necesario.
Lamentablemente, los personalismos continúan reinando cómodamente: basta contemplar el cuadro de situación que atraviesan los principales partidos o agrupaciones políticas nacionales para llegar a la inevitable conclusión de que los liderazgos fuertes siguen siendo una patética necesidad para todos. Sólo cuando se modifique ese nefasto parámetro podrá hacerse referencia a la concreción de un cambio que la ciudadanía necesita y debiera ser la primera en propiciar.
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