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 domingo, 18 de junio de 2006  
Interiores: el color del exilio

Jorge Besso

El 20 de junio representa una fecha doble. De la misma manera que en nuestra ciudad, por ser su cuna, la bandera tendrá un sondeo doble, el martes 20 es también el Día Mundial del Refugiado, lo que viene a incluir, además del celeste y blanco que por estos días brilla por su magnífica presencia, un color sin brillo o de brillo por su ausencia, ya que ese tal vez sea el color del exilio. Que exista un Día Internacional del Refugiado habla de la solidaridad que se intenta promover desde algunos foros y organismos internacionales, pero también y esencialmente, de que en muchas ocasiones los humanos vuelven una zona inhóspita a su propio país para otros desaparecidos, desprotegidos o perseguidos.

En el exilio se pierde la tierra, en muchas ocasiones para conservar la vida, o para conservar la dignidad, y en algunos casos ambas cosas a la vez. A mediados de los setenta, en un extraño retorno, hijos y sobre todo nietos de inmigrantes repetían de cierta manera el camino pero en sentido inverso de sus abuelos que buscaron refugio lejos de un continente desbastado por dos guerras atroces. En 1976 mucha gente se iba del país en barco (algunos por otros medios o como pudieron) por dos razones concretas: era más barato y se podían llevar más cosas que en el avión. El puerto de Buenos Aires veía cómo dos veces por semana, dos barcos más o menos plenos, se llevaban a muchos argentinos que además del equipaje viajaban con el miedo en el alma y la boca bien cerrada.

Las imágenes de un barco desprendido de sus amarras son más que inolvidables, porque se trata en definitiva de un instante eterno, donde la parsimonia del monstruo produce el extraño fenómeno de un movimiento quieto que divide a la rada con centenares de brazos agitándose y de bocas exclamando, con otros brazos y otras bocas arriba del barco en una agitación recíproca. Las amarras que sueltan al barco no tienen su equivalente con las humanas, ya que las del buque se sueltan y se enrollan hasta el próximo puerto. Esa es su esencia y su misión. Entre los humanos las realidades van más allá de los puertos, razón por la cual en ese tiempo interminable de la despedida, una vez soltadas las amarras arriba y abajo, sólo queda la mirada con ese hilo invisible que trata de llevarse lo que puede, o de retener lo que alcance.

Es posible que el primer puerto del exilio sea el silencio, y en aquel majestuoso barco del •76 la inmensa mayoría eran gente que se iba rápidamente, circulando con una prudente mudez lo que hacía del barco un navegador silencioso, y justamente el silencio era con toda probabilidad lo que de algún modo unía a los que se fueron con los que se quedaron. El silencio es esencialmente un territorio sin tierra al que las dictaduras exilian adentro y afuera de los países a todos aquellos que puedan hablar. Pero el silencio es también probablemente la primera forma de resistencia, en tanto y en cuanto como cantaba aquella canción de los sesenta, era un silencio plagado de sonidos que luego se transformaron en las voces que aquí y allá comenzaron a hablar.

En cuanto al silencio del barco y en el barco, sólo se empezó a romper cuando salimos del continente americano, y en medio del océano se comenzaron a escuchar voces dispares en las que se mezclaba el alivio, la tristeza y el miedo. El exilio argentino tiene una particularidad a partir de un calificativo que no recuerdo que tuviera, por caso, el exilio español, o el chileno o el uruguayo: la fantasía de un exilio dorado. Lo dorado representa al oro casi sin ambigüedad. Por su parte, los exiliados de cualquier condición son en primer lugar extranjeros (es decir extraños), y conviene recordar que por lo general la humanidad no considera de oro a los extraños. Los puede recibir, o expulsar, lo que constituye una gran diferencia, pero como se sabe no hay existencias doradas, menos aún para los que están lejos de su tierra.

Psicológicamente el núcleo esencial de la existencia humana es el arraigo y este sentimiento es posiblemente uno de los afectos que nos diferencian de nuestros hermanos biológicos. En circunstancias normales, es decir las habituales de su especie, cualquiera de los vivientes nace con arraigo incorporado. Por el contrario el humano debe conseguir arraigarse, emprendimiento de alta complejidad que muchas veces se consigue más o menos naturalmente, pero que también se puede perder en un instante. Uno de esos instantes es el exilio, que en ocasiones deja daños irreversibles.

En la antigua Grecia le imponían un castigo a los que ponían en peligro a la democracia. Hay que resaltar que se trataba del peligro para la democracia y no para "el país", dada la arrogancia de los dictadores de hablar en nombre de todos. Se le deba el nombre de ostracismo: una condena al silencio alejando a alguien de Atenas por 10 años que luego fueron reducidos a 5. Pero el alejamiento era con nombre y apellido, primero se consultaba al pueblo, y luego lo votaba la Asamblea en la que los ciudadanos depositaban su voto en una ostra (de ahí su nombre). Con el agregado de que la Asamblea podía reducirlo o darlo por finalizado. Es decir, era un acto público, probablemente muy discutible, pero al menos era a la luz y, precisamente, se discutía y votaba.

Muy por el contrario el llamado Proceso no utilizó ningún proceso legal, ni mucho menos público, sino que primero expulsó del país una democracia mínima y viciada, agravando sus horrores en una misión aniquiladora que, sin embargo, inmortalizó para siempre a los desaparecidos, sometió durante años a los argentinos a la peor dictadura de nuestra historia, y expulsó o empujó a muchos otros fuera del país. A más de 20 años del fin del Proceso, una de las prioridades fundamentales sigue siendo el arraigo de la democracia. Aquí y allá. Sobre todo el arraigo de la democracia en el interior de los humanos, tan proclives como son a aniquilar al otro.
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