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domingo,
30 de
abril de
2006 |
Historias
recogidas
casa por casa
Las historias se repiten en cada casa del barrio toba. Las mujeres con pareja están fundamentalmente adentro con los chicos; los hombres de la familia, en cambio, cirujean. Este dato revela por qué los médicos encuentran en ellas más problemas de obesidad que en ellos. "Son más sedentarias", sostiene la nutricionista, Noelia Ruatta. La mayor actividad de las mujeres se refleja en las sogas donde cuelga la ropa. Además de lavar, la preocupación diaria pasa por tratar de cocinar "algo" para todos.
"Es difícil darles de comer a ocho chicos, encima mi marido está en el Chaco -dice Rosa Gómez- y no me queda otra que salir a pedir monedas con todos los críos, por eso necesitamos un comedor o que se dé la copa de leche".
Marcelo Gómez, en cambio, se procura su sustento saliendo cada día con su carro desde las 5.30 a las 21. "Me pagan 10 centavos por kilo de cartón y 30 por kilo de papel de diario, con mucha suerte puedo juntar unos 10 pesos por día, es más lo que se camina que lo que se gana", dice.
La música que más se escucha por los pasillos del barrio es la cristiana, un gusto que marca la presencia mayoritaria de la Iglesia evangélica en el lugar: hay tres templos. "Las familias aborígenes han perdido su música autóctona", explica Héctor Castilla, que no sólo se especializa en colocar vacunas: como profesor de música que es se dedica a hablar del tema con sus pacientes. Y cuenta una anécdota. "Una vez un vecino se me acercó y me dijo ""voy a hacerte escuchar música indígena"" pero no tenía ni pinquillo ni tambor, era música cristiana, no podía creerlo". Algo más que perdieron estos pueblos aborígenes, a pesar de los esfuerzos de mantener la cultura de las dos escuelas bilingües del barrio.
Las artesanías tampoco son las mismas. "Las venden pintadas de colores flúo, cuando en sus provincias de origen mantienen todo color terracota o a lo sumo con algo de negro o rojizo", remarca Castilla.
Paula y Fermina son cuñadas. Nadie sabe cuántos años tienen, pero los médicos e integrantes de la comunidad Ralagay Yogoñy calculan que ya pasaron los 60. Son jóvenes, pero parecen ancianas. Una de ellas, debido a una artritis, no puede más que estar sentada viendo la vida pasar. "Tengo la pierna a un lado", explica, mientras cuenta que en poco tiempo recibirá la silla de ruedas que le consiguieron los médicos del Equipo Comunitario. Hasta ese momento se trasladaba con una silla de oficina, sin ruedas y mullida con pulóveres viejos.
Que nadie sepa la edad de las dos mujeres no es de extrañar. Muchos grandes y chicos están indocumentados; nacen y reciben sus partidas y DNI, pero cuando a los 8 años hay que renovarlos, pocos lo hacen y el trámite queda inconcluso.
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