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 sábado, 29 de abril de 2006  
Opinión: "Romanos"

Jorge Levit / La Capital

Las canchas de fútbol argentinas reemplazan cada día más a los divanes de los psicoanalistas. Allí aflora toda la pasión reprimida del ser humano, sus miserias, sus grandezas. El amor a la camiseta por la que se ofrece la vida misma y el odio más virulento hacia quienes interrumpen el camino hacia el triunfo se conjugan en sus variantes más fanáticas y delirantes.

En los estadios, además, se desafía a la sociología marxista clásica: el fútbol sí parece eliminar a las clases sociales y no la lucha del proletariado. Durante 90 minutos no hay diferencias: el hincha recorta su realidad y extrae, en masa, todo el fervor contenido en sus frustraciones cotidianas.

Lo ocurrido el jueves a la noche en el parque Independencia durante y después del partido entre Newell's y Vélez se suma a una larga lista de situaciones idénticas en distintas partes del país. La más reciente fue el escándalo protagonizado el domingo pasado por plateístas de Vélez en el partido contra Boca. Ya no sólo la barra brava origina la violencia. Toda la cancha se convierte en una masa incandescente incapaz de discernir qué está pasando más allá de los fallos equivocados de un árbitro o el pobre desempeño de un equipo. Es lo más parecido -salvando las distancias- a los coliseos romanos utilizados para entretener al pueblo con juegos recreativos y luchas de gladiadores pero también con el asesinato de cristianos inocentes arrojados a las fieras. En la cancha no se cometen asesinatos porque los leones fueron reemplazados por piedras, no hay arena sino césped bien cuidado y la policía hace lo que puede para contener a miles y miles de personas enardecidas.

Profesionales de diversas disciplinas, comerciantes, mujeres con niños en brazos, chicas adolescentes con sus novios usaron todo el diccionario español para insultar con creatividad y algunos arrancaron las butacas de las plateas para tirárselas a los jugadores "enemigos" o al árbitro. Hoy volverán a su vida normal, afectiva y "racional" después de una noche de catarsis griega, de purificación ritual de la violencia contenida. Y no son pocos ni un "pequeño grupo de inadaptados" como se los suele identificar. Son muchos, sean de la villa o del centro; sean indigentes o universitarios. En la cancha hay pocas diferencias. Los represores de la dictadura, probablemente, también eran buenos padres y trataban con cariño a sus hijos cuando regresaban a sus casas después de un día de arduo "trabajo".

El fútbol tiene la particularidad de movilizar a la gente mucho más que otras angustiantes situaciones de la vida cotidiana de las últimas décadas, como el desempleo, la injusta distribución de la riqueza o la hiperinflación. A la salida del estadio -otra oportunidad para seguir expresando la bronca- las corridas y balaceras escenificaban lo más parecido a un cuadro bélico. Policías e hinchas heridos. Patrulleros destrozados. Frentes de comercios, casas particulares y paseos públicos dañados. ¿Tiene sentido permitir que todas las semanas se repita esta insensatez en distintas canchas de la Argentina?

El fútbol no puede ser prohibido, es como una religión. Los que lo siguen con pasión y depositan en un equipo su fe ciega no lo entenderían nunca. Además, la abstinencia, en cualquier orden de la vida, siempre genera más violencia.

Pero el Estado no puede tomar esas premisas como justificación. Debe actuar, en un abordaje multidisciplinario, para resguardar la vida de la gente e impedir que el país retroceda veinte siglos y regrese a la época de los romanos. l

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