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 viernes, 21 de abril de 2006  
Editorial
La protesta victimizó a la ciudad
El piquete que durante dos días interrumpió la circulación vehicular en la crucial esquina de Rioja y Sarmiento creó caos en el microcentro y un notorio perjuicio a muchos rosarinos. No se trata de reprimir, sino de impedir. No se debe agredir: basta con disuadir.

Cuando a fines de 2001 el estallido del sistema de convertibilidad puso fin a largos años de recesión, la catástrofe subsiguiente detonó súbitamente una bomba que había preparado el aciago período previo: la crisis trajo como inmediata consecuencia la caída en la pobreza o la indigencia de millones —sí, millones— de argentinos. Y fue entonces que la geografía de la protesta se extendió prácticamente a cada rincón de la República.

   Pero fueron las grandes ciudades aquellas que de pronto se convirtieron en el escenario impensado de manifestaciones, marchas, piquetes, escraches y todo tipo de actividades relacionadas con la expresión pública de la bronca y el desamparo. Claro que muchos eran, también, quienes padecían ciertos efectos nefastos de las quejas, que muchas veces distaban de adoptar formas medianamente civilizadas y victimizaban al prójimo inocente en su afán de conmover al poder. Aunque en aquellos momentos la reacción que casi siempre provocaban las protestas era, simplemente, la solidaridad. Quienes sufrían por causa de ellas, aceptaban con comprensión lo que sucedía. Es que el dolor social era justificadamente grande. Y las órdenes gubernamentales eran acordes con esa sensación colectiva mayoritaria: nadie prohibía, nadie impedía, nadie reprimía. Y en no pocas oportunidades, entonces, los límites fueron lamentablemente traspasados.

   Los últimos días Rosario fue testigo de un piquete que interrumpió durante dos días la circulación vehicular en la neurálgica esquina de Sarmiento y Rioja. El perjuicio que tan extemporánea medida provocó a la ciudad fue notorio: colectivos que veían interrumpido su trayecto habitual, comercios que vieron cómo frente a sus vidrieras se instalaba un paisaje distante del que se requiere para atraer clientes y calles lindantes que se convertían en intransitables por el anormal flujo vehicular fueron algunos rasgos del caos en que se convirtió el microcentro. El reclamo de los piqueteros era un aumento del monto de los planes sociales.

   Lo que ha variado de manera sustancial desde 2001 no es sólo el panorama económico —palpable reactivación donde todo era naufragio— sino también el termómetro popular: es que ya casi nadie, y con total fundamento, tolera estas abruptas e irrespetuosas interrupciones del devenir cotidiano con el fin de expresar disconformidad por un tema determinado. El consenso de esta forma de protestar —agresiva por naturaleza, dado que ignora los derechos de los semejantes— es nulo.

   El Estado, sin embargo, permanece sordo a la demanda masiva. No se trata de reprimir, sino de impedir; no se debe agredir, alcanza con disuadir. Pero la más absoluta inacción es la excluyente respuesta al atropello.

   ¿No habrá llegado el momento de buscar otros métodos para evitar que la protesta minoritaria desemboque en grandes perjuicios para la ciudadanía?
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