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 viernes, 21 de abril de 2006  
Reflexiones
Perón, el persuasivo

Juan José Giani (*)

La sociología de la cultura se caracteriza por analizar los textos como emergencia de una compleja intersección de determinaciones históricamente situadas. Descifrar sus sentidos, precisar debidamente sus alcances demanda desmenuzar minuciosamente el conjunto de ingredientes extradiscursivos que originan las producciones simbólicamente relevantes. Dicho ejercicio desata un doble efecto. Facilita justipreciar la riqueza de un libro y a su vez convierte a dicho libro en un faro desde el cual escudriñar en las tribulaciones de una época que en definitiva lo explica. Las obras en cuestión robustecen así su dimensión hermenéutica pero resignan en parte su aptitud generativa. Se tiende a suponer entonces que los textos se alimentan (de) y traslucen (un) clima social, pero sólo de manera dilatadamente mediata interfieren o direccionan la conducta de los pueblos.

Abundante tinta de calidad ha circulado al amparo de estas nociones. Se evita con ellas el mero psicologismo del autor o la hermética autonomía de los significantes. Propondremos sin embargo en estas líneas detectar excepciones que han adquirido envergadura en el discurrir de la política argentina. En 1932, enclavado en la infausta década en la cual se proscribía electoralmente a la Unión Cívica Radical y se suscribía el ominoso pacto Roca-Runciman, el entonces ignoto capitán Juan Domingo Perón daba nacimiento a un insólito libro titulado "Apuntes de historia militar", que marcaría a fuego las décadas venideras. Bajo la liviana apariencia de una serie de clases dictadas a los estudiantes de la Escuela Superior de Guerra, aquellas líneas destilan una fina apropiación y relectura del más sustancioso filósofo de la guerra: Karl Von Clausewitz. Espectador atento de la Revolución Francesa y admirador de Napoleón Bonaparte, el estratega prusiano desarrolla una incisiva innovación conceptual destinada a enfatizar hasta dónde y de qué manera "la guerra es la continuación de la política por otros medios". Sus argumentos embisten contra dos certezas hegemónicas entonces vigentes. La guerra entendida como finta y la guerra concebida como ciencia. En el primer caso, la escenificación bélica es apenas un simulacro que prepara la negociación, el amague falazmente feroz en una resolución de las contiendas que terminarán siempre dirimiendo las pactistas noblezas de turno. El armisticio entre caballeros relega a la sangre del guerrero.

En el segundo, los generales imaginan posible un diseño algorrítmico de las batallas, una enhebración infalible de tácticas sostenida en principios universales y necesarios. La teoría militar se aprende y de su correcta aplicación depende el éxito de los combates. El factor humano, el azar, los imponderables, quedan excluidos de dicha visión naturalista de la lucha. Clausewitz desdeña todo ese bagaje doctrinario. Ha presenciado con entusiasmo a los ejércitos napoleónicos protagonizar una revolución pujante, vastamente fundacional; subordinados a los tiempos acuciantes que les fija el incipiente estado-nación moderno. Una confrontación contra el feudalismo tambaleante donde la ferocidad es sincera, genuina. Ya no hay columnas de mercenarios, espadas renuentes alquiladas al servicio de nobles decrépitos, sino torrentosos ciudadanos que aspiran a conmover el porvenir de la humanidad. No hay por tanto margen para una guerra calculada, para bosquejos de laboratorio donde el acontecimiento bélico resulte fácilmente pronosticable.

El choque drástico de voluntades supone la imprevisible incidencia del elemento moral, el componente imprevisto del terreno, la inerradicable contingencia de un duelo donde el general deberá acreditar arte además de ciencia, improvisación además de saber positivo. Perón, también subyugado por la figura de Napoleón, consumará la yuxtaposición plena de guerra y política. Aferrado al concepto de "nación en armas" establecido por Colmar Von Der Goltz, verá a los pueblos como ejércitos sociales, enjundiosos sujetos colectivos que blandiendo las banderas de soberanía política, independencia económica y justicia social, colisionan con minorías oligárquicas asociadas vilmente con los imperialismos de turno.

En la construcción de naciones dignas, hay un punto en que el diálogo se interrumpe y sólo cabe cavar trincheras. En la guerra hablará la pólvora, en la política contarán los votos. La armonía, la comunidad organizada adviene tras la resolución radical de un conflicto primordial. Perón era, en definitiva, un moderno. Suponía que la historia se desplazaba en base a la portación de sólidas verdades, enfáticas certidumbres que abastecen el frenesí mejorativo de los pueblos y suscitan luminosos cambios de época. Como en Clausewitz, la imbricación entre guerra y política le quitaba a la primera inanidad o ceguera criminal, y le brindaba a la segunda el condimento agresivo que requiere cualquier empresa que aspire a afectar tenebrosos privilegios.

Perón era, además, un progresista, si definimos como tal a quien afirma que el sendero de la historia se estructura sobre un sentido perfectivo de tendencia indefectible. Será el conductor quien se monte sobre la evolución estricta de los hechos, y permita concretar la bienaventurada "hora de los pueblos". Sociedades donde se reconcilien el yo y el nosotros forjando un modelo alternativo al demoliberalismo burgués capitalista y al socialismo internacional y dogmático. En 1952 Perón ya no era instructor militar sino presidente de la República.

Cuando publicó en aquel año "Conducción Política" ya no adoctrinaba oficiales de Ejército sino dirigentes del justicialismo. Pronunciaba en aquel manual una sentencia que nos interesa refrescar: "conducir no es mandar sino persuadir". Esto quiere decir, lo que diferencia al estratega militar del conductor de pueblos es que, si bien ambos personifican robustas convicciones, el primero las impone y el segundo las pregona; por cuanto llegó hasta allí gracias al consentimiento activo de un pueblo que no es mera tropa. Perón fomentaba el intento de esgrimir verdades guerreras, parteras de épicas mutaciones nacionales, manteniendo a su vez un perfil persuasivo, dialógico. Aquella prédica conoció no obstante luces y sombras.

Bien podría explicarse la trayectoria del peronismo (y de la Argentina contemporánea toda) como las agridulces oscilaciones de un movimiento que, munido de una gratificante y musculosa verdad (de la que se consideraba además exclusivo depositario), se empecinó en desplegarla de prepo. Convencido de que su mando emanaba de la propia racionalidad histórica y recibía la persistente aprobación de los que más sufren, subestimó la necesaria mediación persuasiva de toda transformación que se quiere consistente y duradera.

La democracia argentina adeuda resolver satisfactoriamente la relación entre transformación y persuasión. Los sociólogos del alfonsinismo asociaron verdad con autoritarismo y condenaron a su gobierno a pactar con el siempre belicoso status quo. Invocando republicanos consensos terminaron claudicando frente perniciosas corporaciones. Carlos Menem devino la peor combinación. Fundamentalismo neoliberal y disuasión vía pestilentes prebendas. Néstor Kirchner parece disponer de una atrayente oportunidad. Restituyó a la política su fructífera ferocidad, dotándola de una orientación ideológica que recuerda en buena parte al mejor Perón. Le falta sin embargo gimnasia persuasiva. Una institucionalidad inclusiva que aísle al puro antagonista, pero preste atención al discrepante y admita al que quiere colaborar sin estar condenado sólo a recibir órdenes.

(*)Subsecretario de Cultura

de la Municipalidad de Rosario
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